jueves, 23 de junio de 2011

La Masvida, XXII.

Pasaron algunos días sin vernos. Luis vino una mañana cuando yo me disponía a ir a la academia mercantil. Nos escrutamos en la mirada. "Viniendo a tu casa no veía más que cúpulas y torres", dijo. Era verdad. Todo aquel barrio estaba lleno de iglesias y conventos y por las tardes dejaban expandir por el aire la sinfonía de sus toques de campanas, llamando a misa, tocando a oración, doblando por algún difunto. Con voces engoladas, campanudas, de esquilón, broncíneas, de la Abuelona, la campana gorda de San Matías... El sonido del bronce se mezclaba con el estruendo de los estorninos, los vencejos y golondrinas que revoloteaban alto en el aire o aleteaban estremecidos entre las ramas de los plátanos y magnolios. A mí me calmaba aquel sonido de metal y chillidos de pájaros, como las voces de las niñas en la plaza jugando a la comba o de los chicos jugando al balón, a las canicas, a la billarda, a la pídola.
Mi barrio era antiguo y pobre, aunque con algunas casas ricas, incluso algún palacio aristocrático, conventos señoriales que atesoraban imágenes y retablos barrocos, pinturas, dorados, techumbres de taracea, mobiliario de siglos pasados: arcones y arquetas, bargueños, sillones frailunos, sofás de raso rayado, isabelinos, sillas con volutas negras en los salones para las visitas, braseros y pebeteros de bronce dorado, somnolientas cornucopias, cómodas grandes como barcos, con cajones profundos y tiradores metálicos, donde se guardaban los manteles de Holanda, las labores con rancias vainicas, punto de cruz, encajes de bolillos, todo entre pastillas de olor y bolsas de lavanda, romero y cantueso. Patios con suelos de ladrillos grandes, fregados, columnas de mármol y piedra, con un pozo en el centro, con brocal de mármol, que daban ganas de asomarse, con su cubo y su garrucha, colgados de un arco de hierro, rematado por una cruz. En esos patios había plantas de helecho aspidistras, palmas que se inclinaban con elegancia, geranios, rosales, azaleas, jazmineros, dondiegos, buganvillas, enredaderas, cuyas flores sólo se abrían de noche... también árboles: naranjos de la china, almendros nevados en primavera, limoneros, palmeras, cipreses, ficus y magnolios olorosos...
Algunos de esos conventos hacían labores: lencería para las novias, trajes blancos nupciales, bordados, paños de altar, albas, amitos y roquetes; otros, brocados de tres altos, sobre terciopelo, para las vírgenes o las otras imágenes santas. Algunos vivían de fabricar obleas para las ostias, que también vendían como golosinas, antes de ser consagradas. Otros fabricaban dulces, dulces monjiles, con recetas milagrosamente dictadas por los ángeles: yemas de San Simón, bollitos de Santa Lucía, tocinillos, hojaldre con cabello de ángel, suspiros de limón o de canela, pastas para el té, fiutas de sartén, confituras, pestiños, torrijas de Semana Santa, huesos de santo de Cuaresma, roscón de Navidad...

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