viernes, 5 de agosto de 2011

La Masvida, XXV.

(Releo lo escrito en este capítulo y no encuentro más que regurgitación de un rencor mal digerido. Aún hoy, si viera casualmente a Luis por la calle, sentiría dolor y rabia en el alma y en el sexo... ¿Quién de los dos puso más en el plano inclinado hacia lo abismal? Yo debo confesar que lo arrastré a la bebida y a la droga, aunque él parecía estar bien dispuesto a aceptar los antiguos excitantes para convocar al Genio. Yo le alenté en su creencia de ser un genio en potencia, lo mismo que yo... Infantilismos. Y el amor ¿Acaso no lo veía yo como un devorarse mutuamente, como una complicidad fuera de toda norma y de toda regla, algo que desclasa, que margina, que hace olvidar el mundo, la familia, los amigos, todo tipo de deber y obligación. Un paso más, el más poderoso, hacia la cima del encuentro con una divinidad perdida...?)
Una noche que dormíamos juntos, lo vi levantarse de la cama y encender la luz del baño. Al cabo de un rato me levanté yo también y lo vi reflejado en el espejo del lavabo, a través de la puerta entreabierta. Estaba con una cuchilla de afeitar en la mano, acercándola, con gestos tímidos y rápidos, a su muñeca izquierda. A cada pasada rozaba un poco la piel y al cabo había conseguido hacerse algunos cortes superficiales de donde manaba algo de sangre. No pude decirle nada para detenerlo. Cuando reparó en mi presencia me dijo, mirándome con ojos muy abiertos: "Si me sucede algo, avisa a mi madre. En el comedor te he dejado el número de teléfono". Dio un tajo más profundo y la sangre empezó a correr más abundante. Luego, como un sonámbulo, aplicándose una toalla a la herida, se sentó en el sofá, mirando al vacío. Yo acudí al teléfono y hablé con su madre: "Venga, por favor, Luis no se encuentra bien". Luego llamé a un médico de urgencias. Esperamos sin decir una palabra. Vinieron los dos, la madre y el médico, casi a la vez. El doctor curó algo la herida, que no era muy profunda y al informarse de que Luis pertenecía al ejército, llamó a una ambulancia y lo condujeron al hospital militar. La madre le acompañaba. Yo me quedé, pretextando tener trabajo al día siguiente, pero la verdad es que no tenía valor para acompañarle. Eran cerca de las seis y media. Estaba amaneciendo.

lunes, 11 de julio de 2011

La Masvida, XXIV.

Luis iba por comida a casa de sus padres y volvía con bolsas cargadas de latas y siempre alguna botella de licor o de Rioja. Los padres habían aceptado aquella situación, el hecho de que viviera conmigo suponiendo, como Luis les había asegurado, que era lo mejor para su estado psíquico no convivir con su familia.
Mi hermano había huido a casa de un amigo y el piso estaba sucio, atestado de restos, las camas en desorden, sus pinturas ocupando la mesa del comedor y estaba como electrizado de una atmósfera cada vez más amarilla, como nosotros la queríamos, hecha de consumación y futuro volatilizado ante el atónito papel de las paredes. Esperábamos que el destino pasara sobre nuestras cabezas y dejara caer en ellas su cagada de palomas, el excremento que haría germinar mágicamente nuestros embotados cerebros. Mientras tanto, seguíamos torciendo el hilo descoyuntado de nuestro nuevo amor, cada vez más hecho de sexo y la tenue neblina de las palabras puntuando sin cesar los irremediables desvíos.
Su cuerpo, que era para mí la antena de los fluyentes deseos entre el cielo y la tierra, al hacérseme más familiar, iba liberando su terrestre destino ante el mío, entre suaves espasmos, cuando sus ojos giraban por el aire del cuarto, buscando al gran pájaro algodonoso que acunaría su alma entre las plumas del pecho hasta el encuentro con la dulce muerte. Conocía ya el secreto de la trabazón de una articulación, la previsible onda que recorría su vientre y el ascender del pecho, dulcemente rendido de oceánica infinitud. ¿Qué decir, aparte la retórica? Disponibilidad sabia. Todo consumado entre la fruición y la vergüenza. Y eran sólo momentos.
Cómo era Luis: no muy alto, robusto. En su rostro redondo destacaban sus grandes ojos negros, llenos de luces súbitas, la nariz recta y grande, los labios gruesos. Sobre él, el desorden de sus cabellos negros rizados. Su cuerpo se expresaba con impensables flexiones, abandonando a veces una mano o una pierna, contradiciendo la solidez de su tronco y de su cabeza. La tranquilidad y el arrebato esparcidos por el mapa de sus articulaciones florecientes. El agua quieta y sombría de su mirada a veces daba la impresión de celar un secreto banal, si no fuera por el asomo de dolor que también la removía. Recuerdo especialmente sus manos, grandes y huesudas y el gesto que tenía en ocasiones, alzando la derecha para aseverar algo, mostrándola de perfil a la altura de los ojos, que miraban con intensidad, mientras sus labios se proyectaban con fuerza, como para subrayar las palabras.
Sus frases-muletilla: "Es un chollo, tío, un chollo, ¡Qué desastre...!", el gesto con que sumía la nuca en el cuello alzado de la chaqueta, como inhibiéndose de algo. La tersura de sus labios al reír, sus dientes perfectos. El metal claro de su voz de niño, alterado por la vibración oscura de la masculinidad.
Andaba a grandes zancadas, firmes, con el tronco erecto y como desatendido del movimiento de las piernas; se derrumbaba en un sillón, desparramándose, en abandono, echando atrás la cabeza, dejando ver su nuez prominente, abandonando sus extremidades que parecían tomar una vida propia, non chalante y ajena a él. Se retorcía por la alfombra como un chiquillo, como expresando en un baile caído lo que sus palabras no lograban. Ocultaba la cara en el suelo, removía los hombros y caderas, serpenteando, con las manos plegadas bajo su vientre y, cuando acababa aquel movimiento, alzaba el rostro y me lanzaba una mirada en busca de comprensión.
LLegó el verano quemante y se instaló el desamor. ¿Qué decir sobre el sexo sin amor, de las desesperaciones de verano, que fluyen como un magma caliente y lechoso, dispuesto a borrar la creación, caída en una laguna tibia y fétida? El ardor que lleva al padre de familia al crimen, al preso a abrirse las venas en su celda. Todo lo que está fuera del alcance de los amantes, que tienen su infierno particular: el monstruoso amor de gestos finitos y deseo ilimitado...
Todo esto es para decir que otro verano había llegado (a Luis le habían concedido una prórroga de permiso en el ejército), y con él todas las maldiciones en una ciudad sureña, caldeada por el siroco que viene de África. En una ciudad y un clima así, los preceptos morales quedan en sordina, lo fisiológico oscilando entre la exaltación y el muermo. El ardor, que se te pegaba a la carne, como una fiebre, se correspondía con un ansia de lo sensual, pero esta sensualidad era excesiva, llevaba marcado al rojo el sello de lo apegado a la tierra y su inconstancia: la flor que nos atrae con su olor y su ropaje, sólo espera al insecto que haga posible su fecundación. El calor todo lo convertía en ciénaga y miasma. Del suelo, de las fachadas, brotaba una reverberación, como un gas sutil que estrangulaba y asfixiaba. Dolían los colores exaltados en la retina, sofocaba el asfalto, de un negro aún más funeral, y pesaba hasta lo indecible un cielo como una cúpula de cobre pintada de azul añil sin una nube, ostentando en su clave el ojo diabólico del Sol, que delataba toda arista y toda sombra, inmisericorde.
Luis y yo seguíamos nuestras vidas, que se combaban penosamente hacia el desamor y el olvido...
A veces jugábamos a hacernos daño. Una palabra repetida sobre los acontecimientos de la jornada era usada como arma entre nosotros, repetida una y otra vez, hasta que detonaba con su fuerza explosiva. Nuestras prácticas sexuales nos envilecían cada vez más. "Deshumanizarme es mi tendencia profunda", ha dicho Genet, o esa era al menos nuestra voluntad. "Nostalgie de la boue"... Pensábamos en el artista monstruoso cuyo arte es una giba orgullosamente paseada entre los omóplatos.
Un día, al volver al apartamento, vi sobre la mesa una hermosa copa de cristal tallado, llena de vino y una botella de Rioja casi entera a su lado. Había una nota que decía: "Bébetela a mi salud. Volveré luego. Hoy es mi cumpleaños. Luis". A la noche, cuando regresó, me dijo que había puesto en el vino un afrodisíaco para animales. Aunque yo no me notaba nada especial, su gesto me irritó. En la cama, no quise hacer el amor. La atmósfera se fue cargando de reproches mientras discutíamos y, en un momento, Luis acercó a mi antebrazo la punta encendida del cigarrillo que estaba fumando. Yo lo resistí sin decir nada ni hacer ningún movimiento. La quemadura apareció, roja y reluciente. Su marca me dura aún.
Entre nosotros se establecían pueriles competiciones por beber más que el otro. Una tarde, en medio de una paranoica conversación, vaciábamos botellas pequeñas de Anís del Mono, que comprábamos en la taberna de enfrente. Cuando la acabábamos, salíamos por otra, ante la sorpresa del dueño que, a la cuarta, se atrevió a preguntar: "Pero, ¿Ya ha caído la anterior?".
Otra vez, tras una discusión, como vivíamos cerca del barrio de las prostitutas (yo había dejado mi barrio de conventos y casas ruinosas y había alquilado un pequeñísimo apartamento en la calle de la Sal), aunque la calle estaba discretamente apartada del tráfico humano, Luis salió dando un portazo y a la media hora volvió con un marinero de uniforme blanco, con la idea de que se acostara con los dos. Me negué a hacerlo, pues sabía que lo había traído por despecho y, dado lo pequeño del piso, no pudieron hacerlo ellos dos, aunque se revolcaron un rato por la cama. Pero mi presencia les molestaba. Yo me había negado a irme a la cocina, el único lugar desde donde no se veía la enorme cama de matrimonio con molduras blancas que nos había regalado una amiga y que ocupaba ella sola casi todo el dormitorio. Otra vez fui yo el que, como llamaran a la ventana de noche unos amigos de Malena, salí con una bata blanca y les pedí que se fueran porque estaba con una chica: "Lo comprendéis, ¿no?", les guiñé. Al enterarse Luis, saltó de la cama desnudo, tapándose con una sábana, para mostrarse y dejarme en evidencia.
Una tarde que me había abandonado, me fui cerca del Patio y lloré mi desconsuelo entre los hierros retorcidos de una vieja estación de ferrocarril. Desde el Patio me llegaba el canto plañidero de una gitana: "El anillo que me diste, ay, lo tuve puesto tres días: sábado, domingo y lunes, ay".
Con estruendo de hierros trenes negros pasaban en la noche junto al río y la noche tenía un sabor metálico, a orín y a cosa perdida. El olor del río era como el del amor corrompiéndose. En el Patio y en el bar de Clara la gente seguía...
Cuando me hube serenado un poco, miré hacia arriba, pero estaba nublado, no se veían estrellas. Oía el fragor de los trenes-tranvía y se me metió en la boca un sabor metálico, a hierro mohoso, oxidado, a clavos punzantes, a grasa y a cristales rotos... Veía como una niebla y detrás de esa niebla estaba yo, con mis ansias y mi tormento, mi amor y mis celos, mi infierno propio y mi aspiración o remembranza infantil del paraíso. Pero no podía llegar a mí a través de la calina, blanquecina y suntuosa. Sentí que un destino ciego tiraba de los hilos de mi vida, haciéndome mover como una cristobita. La impotencia era mi espejo, la rabia contenida mi manto de negrura. Odié. No sabía a quién...
Luego pensé: "Tengo que dejar a Luis. Ya hemos avanzado bastante en el declive de la auto destrucción. Pero no sé cómo... cómo empezaría una vida sin él. Estoy demasiado hecho a sus gestos, demasiado acostumbrado a sus palabras y a su cuerpo... ¿Y él? ¿Qué querrá? ¿Me quiere? ¿Es esta forma de ser conmigo su atormentada manera de quererme?... Debo rehacerme, reestructurarme, volver a componerme, piedra por piedra, desarraigando hábitos antiguos. Me cansa ya jugar al poeta maudit. No soy Rimbaud, ni Verlaine. No tengo su genio y, aunque parece que he vendido mi alma al diablo, éste no cumple el pacto... ¿Debo volverme a Dios? Si un Dios existiera... ¿Me otorgaría el perdón y la salvación que he buscado abajo, en lo subterráneo, en la caridad de un amor negro y maldito? No lo sé...".

viernes, 1 de julio de 2011

La Masvida, XXIII.

Luis me acompañó hasta la cademia, que estaba cerca, y se instaló en el bar de la placita de la iglesia de San Leandro, con su tabaco de pipa que enrollaba en el papel de fumar, una jarra de cerveza, que pagué yo, y un libro, dispuesto a esperarme.
Cuando acabó la primera clase, no aguardé más y me fui a verle. Allí seguía, solo en una mesa, junto a un ventanal que lo inundaba de luz, leyendo en su libro, con una gran jarra de cerveza, de color amarillo dorado, apetitosa, llena de sol. Mientras, sonaba en el bar el reggae de Bob Marley, música dulzona y pegadiza. Una combinación perfecta. Hablamos largo rato, hasta las dos y quedamos en vernos luego.
Por la tarde vino a casa, trayendo un montón de ceras de colores en una bolsa de plástico y una cerveza grande debajo del brazo.
Se sentaba a la mesa del comedor, encendía el flexo, ponía un disco en el plato y se preparaba un combinado de cerveza con ginebra. Se hacía un liadillo de tabaco de pipa, tomaba las tizas en la mano y unos folios y se ponía a dibujar. Frenéticamente, gastando folios y tizas: "De cien que haga, puede haber uno o dos realmente buenos", decía.  Dibujaba lo que se veía por las ventanas, lo que había en el salón, bastante mal amueblado. Me retrataba a mí, que mientras tanto lo contemplaba, o leía, o me abandonaba a la música, fumando un cigarrillo. Arañaba, rompía el papel, gesticulaba, frotaba. La tiza se partía. Otro trago. Los ojos brillando de alcohol y excitación creadora. Los folios ya manchados los tiraba por el suelo, donde yo los recogía para mirarlos.
Cuando se cansaba, venía a sentarse en el sofá, junto a mí y conversábamos:
Yo: "El escribir me hace dueño de la nada en esta vida, anticipado y dulce sabor de olvido. Toda escritura es testamentaria. Se escribe, se lo confiese o no, para los que vendrán, para tu propia ausencia. Yo he entretejido mi vida en un tapiz simbiótico con las palabras".
Luis: "Lo importante es el destino. Entregarse al destino es la felicidad profunda que decía Nietzsche. Destino igual a Armonía".
Yo: "¿Por qué me niegas una forma de ilusión? El destino podría ser tan fuerte que nos borrara y haríamos que el mundo cayera a nuestros pies como hojas amarillas".
Luis: "Los que se aman no deben mirarse el uno al otro, sino mirar los dos en la misma dirección".
Yo: "Yo el mundo lo veo en el cristal ahumado de tu mirada. La bola de la vidente donde veo el futuro, aterrador y dichoso".
Luis reía con el labio superior avanzado, como si quisiera tapar su risa.
Luis: "La homosexualidad es un amor al que le falta algo".
Yo: "¿Por qué? El completamiento de dos seres puede también realizarse a través del espejo. Y todo amor es espejismo".
Luis: "Sí, pero en la mujer buscas el tú, la otra parte de tu personalidad, que verdaderamente te complementa... la mujer... la danza... como Apolo danzando con las musas. Sólo con la mujer la danza es completa. Cherchez la femme, decía Rimbaud".
Yo: "Me abisma la otredad. Puedo comprender a la Shakti, la esposa-hermana en lo sagrado. Los misterios insondables de la mujer...".
Luis: "Lo complicamos todo. Todo es más sencillo que eso. Yo no podría explicar mi atracción por las mujeres ni tú la tuya por los hombres... tal vez un psiquiatra...".
Yo: "La otra noche bailaste con Carmen en el club gay. Vuestra danza fue espectacular y hermosa. Todos los mariquitas os miraban. Vuestro mensaje quedó claro: Esta gente dice que entiende. A ver si entienden esto, dijiste, sacando a Carmen a la pista vacía. Cuando tus brazos la elevaban por el aire, yo no sentí envidia, pero sí algo mío que iba desprendiéndose y volando hacia el envés del mundo".
Luis: "Todo lo cubres de retórica".
Yo: "Soy un aprendiz de escritor".
Luis: "Entonces, busca lo que amas en lo que escribes".
Yo: "Nunca lo he reconocido allí".
Le hablé de la escritura y sus abismos: la urgencia de escribir me irrita como una picadura de escorpión. Hacer el molde de una lengua de cera que en este momento se está fundiendo...Los monumentos lingüísticos del pasado, donde algo de vida perdura, algo no más consistente que un pálido aroma; sin embargo, lo más frágil es lo que dura... Le hablé del dolor de escribir, confiando a esa pobre ilusión lo que el cuerpo reclama de anónimo y ágrafo, el momento sin constancia irrepetible. La escritura es el fantasmal doble del cuerpo. La dicha y su fatalidad que sólo puede coronar el silencio. Foto instantánea de las palabras y su estela, donde lo humano objetiva su caducidad.
Como en la tristeza del sexo se reconoce el esplendor sin rostro de la finitud. Esplendor dorado y escarlata. Negro. Astillado sabor de mortalidad, prohibido a los dioses.
Mariposas oscuras girando alrededor de la llama, pardas polillas sedosas recubriendo mi corazón y el inútil, relampagueante triunfo de la belleza que ha sido desligada de un mundo significante, cambiando sus signos: una cuchilla asesina de valores.
La escritura me recuerda sobre todo la cena del soldado que va a entrar al día siguiente en batalla. La del condenado a muerte. Tal vez langosta Termidor, salsas exquisitas, champaña, esa conciencia con que se devoran a sí mismos, sintiendo que mañana no estarán. Escribir es ese acto reflejo del condenado a muerte. En la Ultima Cena se desveló el secreto de una conciencia irreductible, demasiado hostil a la vida para servirla. El Cristo dando a comer su cuerpo a las generaciones venideras sobre la Tierra; a lo lartgo de los siglos fagocitando la miseria que El iluminó.
Escribir me libera del miedo a mí mismo.
Yo entonces estaba haciendo los esbozos de una novela basada en los colores negro y rojo, no como El Rojo y el Negro de Sthendal, donde el negro simboliza lo oscuro de un corazón debajo de una sotana, lo impenetrable de un orden social, y el rojo, el palpitar de ese mismo corazón, el fuego de la pasión, el asesinato, la sangre. Los dos colores de mi proyecto literario aludían al amanecer, ese momento en que tout bascule, pivota alrededor de un eje imposible y cualquier cosa parece tener su asiento en la preñez de posibilidades del esplendor que se presiente. Tintas negras que se licúan y chorrean, lavando la cara al oriente, dejando ver una casi inaprensible claridad de luciérnaga celeste, antes de que los velos rosáceos pongan su jirón espectacular al acontecimiento: la lenta salida de un sol naranja y rechoncho, incapaz aún de derretir la escarcha del suelo, de hacer humear las praderas húmedas, de caldear la vida aterida. En ese momento chillaban un billón de pájaros, un viento fino frío estremece las más pequeñas hierbezuelas y la noche, de retirada, aún se agarra a la densitud de las copas de los árboles, del repliegue de las cornisas, del sucio emanar de los callejones... En ese momento mágico en que todo puede suceder, se sitúa el comienzo y el fin de la peripecia de mi héroe, él también un adolescente emparentado con la hora violeta, cargado de posibilidades.
Luis se acostumbró a venir todos los días a mi casa y, poco a poco, iba haciendo su vida allí. Mi hermano apenas pasaba por casa a la hora de comer. No sentía demasiada simpatía por Luis ni por nuestra extraña relación. También venían otros amigos, como Santiago, que se ponía a rugir como una fiera cada vez que Luis y yo iniciábamos una conversación filosófica o intelectual; derramaba el contenido de los vasos por la mesa, estropeando los dibujos de Luis y se retorcía la corbata de su padre, de color corinto, enroscada al cuello como un pañuelo. Todo ello era señal de su desaprobación hacia lo que él llamaba comerse el coco. Sólo le interesaba el juego y el momento, el sexo, la droga y el alcohol. Su tirria al auto-análisis era comprensible, tras haber pasado años en manos de doctores, psiquiatras y psicólogos, tras haberse arrojado de una ventana del tercer piso de casa de sus padres. A veces lloraba, con su tipo de pelele, de muñecón infantil, vestido con un camisón y una corbata, el pelo hirsuto, los gestos irremediablemente desmañados e inevitables: "Mi madre me pegaba mucho de chico, ¿sabéis?". Luis le consolaba con algo de su instinto paternal, pero a mí me molestaba casi siempre su presencia, tan negativa y destructora.
De las que no volvimos a saber más por mucho tiempo era de Elisa y Malena, que parecían haberse volatilizado. Luego supimos que uno de los ejecutivos que se habían ligado en el hotel las había llevado de viaje con él.
La tarde de un día festivo, paseábamos, Luis y yo, por las calles del barrio, rebosantes de gente, cerca de Casa González, cuando vimos en una plaza a un tipo mayor, gordo y brillante, seboso, apoyado en un coche de lujo, hablando con un grupo de chaperos. En un momento uno de los chicos dijo algo que no oímos y el gordo le largó un directo junto al ojo. Los otros chicos empezaron a armar bronca; el gordo se quiso hacer perdonar por el que había pegado y, aparentemente tranquilo, le tendió la mano, pero éste la rechazó. Los chulitos estaban cada vez más excitados y parecían querer tomar venganza: "Fuera maricones", gritaban. "No queremos dinero tuyo, hijoputa..." Luis y yo, que contemplábamos aquel deprimente espectáculo con una cerveza en la mano a la puerta de un bar, la apuramos y nos fuimos lo antes posible: "No te hagas nunca viejo", me decía Luis, "es lo único imperdonable".
Yo permanecí en silencio, preguntándome hasta cuánto podría haberle afectado esa riña que acabábamos de ver. Poco a poco, insensiblemente, había ido cediendo a mis caricias, aunque, sobre todo al principio, él se mostrara pasivo, sin querer por eso reconocerse en la palabra maricón. El aceptaba, a fuerza de ruegos y halagos, mi amor, pero seguía pensando en la frágil y dura Carmen, al la que veíamos de vez en cuando en el bar de Clara. Luis la rodeaba de solicitud, pero ella no parecía hacerle mucho caso; en cambio, conmigo hablaba animadamente de temas literarios, filosóficos, sobre el amor y la vida, etc.

jueves, 23 de junio de 2011

La Masvida, XXII.

Pasaron algunos días sin vernos. Luis vino una mañana cuando yo me disponía a ir a la academia mercantil. Nos escrutamos en la mirada. "Viniendo a tu casa no veía más que cúpulas y torres", dijo. Era verdad. Todo aquel barrio estaba lleno de iglesias y conventos y por las tardes dejaban expandir por el aire la sinfonía de sus toques de campanas, llamando a misa, tocando a oración, doblando por algún difunto. Con voces engoladas, campanudas, de esquilón, broncíneas, de la Abuelona, la campana gorda de San Matías... El sonido del bronce se mezclaba con el estruendo de los estorninos, los vencejos y golondrinas que revoloteaban alto en el aire o aleteaban estremecidos entre las ramas de los plátanos y magnolios. A mí me calmaba aquel sonido de metal y chillidos de pájaros, como las voces de las niñas en la plaza jugando a la comba o de los chicos jugando al balón, a las canicas, a la billarda, a la pídola.
Mi barrio era antiguo y pobre, aunque con algunas casas ricas, incluso algún palacio aristocrático, conventos señoriales que atesoraban imágenes y retablos barrocos, pinturas, dorados, techumbres de taracea, mobiliario de siglos pasados: arcones y arquetas, bargueños, sillones frailunos, sofás de raso rayado, isabelinos, sillas con volutas negras en los salones para las visitas, braseros y pebeteros de bronce dorado, somnolientas cornucopias, cómodas grandes como barcos, con cajones profundos y tiradores metálicos, donde se guardaban los manteles de Holanda, las labores con rancias vainicas, punto de cruz, encajes de bolillos, todo entre pastillas de olor y bolsas de lavanda, romero y cantueso. Patios con suelos de ladrillos grandes, fregados, columnas de mármol y piedra, con un pozo en el centro, con brocal de mármol, que daban ganas de asomarse, con su cubo y su garrucha, colgados de un arco de hierro, rematado por una cruz. En esos patios había plantas de helecho aspidistras, palmas que se inclinaban con elegancia, geranios, rosales, azaleas, jazmineros, dondiegos, buganvillas, enredaderas, cuyas flores sólo se abrían de noche... también árboles: naranjos de la china, almendros nevados en primavera, limoneros, palmeras, cipreses, ficus y magnolios olorosos...
Algunos de esos conventos hacían labores: lencería para las novias, trajes blancos nupciales, bordados, paños de altar, albas, amitos y roquetes; otros, brocados de tres altos, sobre terciopelo, para las vírgenes o las otras imágenes santas. Algunos vivían de fabricar obleas para las ostias, que también vendían como golosinas, antes de ser consagradas. Otros fabricaban dulces, dulces monjiles, con recetas milagrosamente dictadas por los ángeles: yemas de San Simón, bollitos de Santa Lucía, tocinillos, hojaldre con cabello de ángel, suspiros de limón o de canela, pastas para el té, fiutas de sartén, confituras, pestiños, torrijas de Semana Santa, huesos de santo de Cuaresma, roscón de Navidad...

La Masvida, XXI.

Estuvimos toda la tarde caminando por la línea de la playa, bajo el sol, azotados todo el rato por un viento del Estrecho, cuyo zumbar y aullar continuos se instalaban dentro del cráneo. En todo el tiempo no vimos a un ser humano, ni una barca o siquiera un perro, nada más que bandadas de pájaros blancos disputándose una carroña. Sólo poco antes de ponerse el sol divisamos un trozo de carretera tan solitaria como todo lo demás y junto a ella lo que parecía un pueblo abandonado de pescadores: miserables casuchas relucientes de blanco bajo el sol hasta espejear, con techos de caña. Nos acercamos. La arena lo había invadido todo, como un polvo insidioso que aspirara a borrar toda obra humana y su recuerdo. Se veían trozos de redes, remos partidos y cuadernas de barcas descomponiéndose. Ya nos íbamos, siguiendo la carretera en espera de que algún coche nos recogiera, cuando oí una música que salía detrás de aquellas casuchas: un sonido de canción popular, aflamencada. Había un bar abierto en aquel sitio. Con la entrada cubierta con unas espesas redes como cortina. Entramos. Unos pescadores descalzos que bebían grandes vasos de vino nos miraron con algo de recelo y sorpresa. Una matrona gorda servía en la barra.
Había una máquina de discos de la que salía la música. Yo pedí un café y ví cómo la mujer entraba en la cocina y confeccionaba un café casero, sin máquina exprés, echando el polvo molido sobre el vaso en un artilugio que se llama grillera y volvió trayéndome un brebaje de color indefinido, con posos negros. Nos preguntaron dónde íbamos. Se rieron cuando les dijimos que veníamos de Conil y llevábamos todo el día andando por la playa. Seguramente nuestro aspecto debía ser cetrino, despeinados por el viento, requemados y tostados por el Sol.
Ya el poco camino que quedaba lo hicimos por el arcén de la carretera y llegamos a las Calas poco antes de que oscureciese. Allí sólo se veía una ancha calle a ambos lados de la carretera, muchos bares y tabernas, etc... Nos lanzamos a comer algo en una hamburguesería porque teníamos hambre y luego a recorrer las calles del pueblo, emborrachándonos mientras buscábamos pensión. Se hizo noche cerrada y no habíamos logrado encontrar un techo donde cobijarnos. Yo estaba vagamente inquieto, el cielo nocturno estaba velado de densas nubes que no dejaban ver los astros y una atmósfera cargada presagiaba una tormenta. Luis me decía: "No te preocupes. Mañana iremos a las Calas y veremos las cascadas y las playas nudistas". Mientras seguíamos buscando había empezado a llover con fuerza. Volvimos al primer bar, calados hasta los huesos y le contamos nuestra situación al tipo que nos había servido: "El único sitio libre es el hotel de apartamentos, pero una habitación doble os costará seis mil pesetas la noche". Era casi todo lo que teníamos. Empezaron a verse rayos y a resonar truenos. Eso nos acabó de decidir.
Fuimos al hotel, que estaba a la entrada del pueblo, bajo la tormenta. En él sólo había algunos guiris amargados por el tiempo. LLevábamos nuestra botella de whisky (para no tener resaca). No recuerdo ya de qué hablamos esa noche en que no dormimos apenas. El subidón del whisky es el más fuerte que conozco, excepto algunos aguardientes delirantes, como la absenta... Nos instalamos frente a un gran ventanal del salón, viendo la sucia lluvia y el mar a lo lejos, congelado en su negrura.
En la noche, en medio de aquel negror como de tinta de mar y cielo mezclados, pasaba un barco, se veía su lucecita trazando un invisible camino, lejos de la guía de los faros. Luis y yo, juntando nuestras cabezas bajo la manta, nos quedamos mirando aquel punto que se alejaba y nos dejaba allí clavados. Bebimos otro trago de whisky y Luis dijo: "Seguro que el que va en ese barco es el capitán Nemo" y, alzando la botella, lo saludó diciendo: "Adiós, capitán Nemo, adiós...". Yo recordé el cuento de Maupassant, el Horla, ese monstruo invisible que salta desde un velero brasileño hasta la terraza del observador que lo ha saludado. Pero esta vez sería sin duda sería un elemental cálido y simpático el que viniera a compartir la botella con nosotros... Los ojos de Luis brillaban con la bebida y su aliento alcohólico me rozaba. A pesar de todos los inconvenientes de la jornada me sentía bien. Era casi feliz.
Seguimos nuestra verborrea de alcohólicos y siempre la literatura, siempre: lucha contra el ángel, como Jacob, hasta arrancarle una bendición, o una maldición. Contigo mismo, como el caballero verde en la floresta; róbale a punta de espada el secreto de tu alma. Escucha la sorda imprecación de este mundo mendigo, apostado al umbral del banquete de tu juventud. Abrete paso con tu sexo por su masa de queso fundiéndose. No pidas compasión para ti, porque su hedor y su perfume te atraparon como una mano enroscándose en tu tobillo al pasar y acepta que has vendido tu alma al diablo de lo Inútil que te fascina con sus vidrios coloreados, los abalorios de una infancia que ni se sabe desposeída.
La literatura, ese lugar qui n'existe pas, la Antitierra en el revés del mundo, poniendo el girón de su niebla al lamentable Rey Mendigo. El mundo hacia el punto de no resolución: el vórtice donde la temporalidad se anega y se crea.
En la redacción terrestre se compone la primera plana del Reino Nuevo: Homero viste un traje años treinta, con sombrero flexible y anchas solapas. La palomita queda oculta por su poblada barba. ¡ Dante contemplando la geografía del Infierno en un espectáculo de music-hall! Cervantes relata ante el micrófono la llegada del hombre a Marte (Cervantes ya lo dijo todo: para ser moderno hay que estar loco. Mejor ser intemporal. O intempestivo, como el loco de Sils María).
Todos los héroes se han reunido en el desván de las imposturas: por más tiernos que nos parezcan con sus gestos de grandeur sus discursos son planetas girando alrededor de un centro imposible.
La literatura de verdad es una llamada general a la movilización contra el Destino, una invitación al Imposible.
La tierra aprés le Deluge de tinta: los profetas del Antiguo Testamento se presentan. Han recogido su huesa de las fosas comunes y la traen recogida bajo su barba inmortal. Ellos infectaron la tierra con sus torcidos recurrentes, manando de derecha a izquierda por los poros blanqueados de la piel de vacas muertas. Gimoteando y llorando. Gritando a los políticos instalados en los consejos de administración del posibilismo amarillo, los devaluados sanedrines de Jeová. Secos profetas enloquecidos y los hijos de los profetas, comiendo miel y saltamontes silvestres, limpiando la roña de sus pies con una pluma de cuervo, alojados, por la noche, en el vientre de húmedas cisternas. Secos cómplices de la desolación y de la destrucción. Guiando al pueblo a la cima candente de la aspiración inmortal...
Locos y asesinos, ladrones como Genet, han cortejado y mancillado a esa vieja puta, siempre afeitada, de la literatura. La han forzado, sodomizado, conquistado por unas horas de eternidad, al precio de unas vidas. La han escupido e insultado, como el adolescente de Charleroi, Príncipe de las Ardenas, que prefirió el oro, el tráfico de esclavos y las putas negras a esa merde de literatura. Su maldición la ha marcado para siempre: lo sabían los poetas locos, esquizofrénicos, sodomitas, alcohólicos de la Generación Beat: Ginsberg queriendo excavar el vientre de su madre muerta, ser el cuervo que entona su fúnebre Kaddish, Ferlinghetti en el manicomio, Kerouac huyendo en viejas limusinas por las anchas Highways de U.S.A., carreteras que no llevan a ningún auténtico lugar, un lugar habitable, donde construir una humilde choza, como Pedro, en un rincón no muy próximo, pero presente al Milagro...
Poetas, ladrones, embaucadores, Villon, asesinos, Cellini, orfebres, degenerados, Wilde y Verlaine, imagineros de la muerte, de los sueños poderosos e inanes: Dalí, Brueghel, el Bosco... borrachos como Keyyam, que sólo entraba en las mezquitas para robar algún bello tapiz, opiómanos como Cocteau, que se introducía en la bañera de la que acababa de salir su amante negro sin cambiar el agua...
Poetas sociales, precursores del socialismo: Zola, Victor Hugo, Fourrier, Campanella... yo os maldigo... Poetas laureados de la forma épatante bajo la que se esconde la putrefacción : Eliot, Claudel, yo os maldigo con la maldición del campesino de las Ardenas...
Si la literatura no sirve para cambiar la vida, para hacer descender la Centella al Omfalos del mundo, mejor el oro, el tráfico, el comercio o, mejor aún, la destrucción, el fuego...
Al día siguiente, ya sin dinero apenas y, como además, continuaba lloviendo, Luis y yo partimos para la ciudad, sin haber visto las cascadas ni las calas llenas de cuerpos desnudos.

miércoles, 22 de junio de 2011

La Masvida, XX.

Al día siguiente salimos para Conil, que estaba ya en la línea de la playa. Al llegar allí observamos el mar, una línea azul al fondo de una campiña abierta, pintada con pequeños retazos de verde. No añadiré nada sobre él. Como decía salva: "Estoy de acuerdo en todo con el mar".
Bajamos por la calle polvorienta de Conil, hecha de cubos blanqueados, como agrupados por una voluntad artística, con suaves sombras violetas. Al final estaba la playa, ocres y canelas en capas finas, traslúcidas, como de acuarela. Nos fuimos a un chiringuito de techo de palma a tomar unas cervezas mientras llegaba el autobús a las Calas. Allí había un montón de motos relucientes y chorbos vestidos de cuero. Nos enteramos de que el autobús había pasado ya y no saldría otro hasta la mañana siguiente. "¿Cuánto hay hasta las Calas?", preguntamos. "Por la carretera, quince kilómetros; en línea recta por la playa ocho o nueve", nos dijeron.
Como era temprano y nos sentíamos frescos, decidimos ir caminando por la playa. Al poco de dejar el pueblo, nos encontramos con la desembocadura de un río. Como era imposible vadearlo, hubo que cruzarlo a nado. Nos desnudamos y guardamos las ropas en las bolsas de viaje. Tratando de sostenerlas fuera del agua, sobre nuestras cabezas, nos internamos en la corriente. Al llegar a la otra orilla vimos que las prendas se habían mojado algo. Las dejamos secar extendidas sobre la arena.
La espejeante proximidad de su cuerpo, volumen bruñido del que yo quería gustar la sal que el mar le había depositado, allí tendido entre sus despojos, como el pecio de un celeste naufragio. ¿Por qué siempre, en estas raras ocasiones, acuden a mi mente y a mis labios imágenes y metáforas, versos, los nombres de dioses antiguos? ¿Hasta ese punto me ha envenenado la cultura? ¿No puedo gozar de nada si no es a través de su filtro? ¿O es un prurito idealizante que sirve de disculpa ante un elemental y demasiado vertiginoso desbordamiento de la carne? Lo más real queda siempre limitado por su imagen.
Luis entre sus ropas secándose. Yo veía al náufrago gongorino y sus ropas a las que el Sol "con suave estilo la menor onda chupa al menor hilo".
El Sol, cómplice en la palestra de los juegos de Apolo con Jacinto. Para mí era tan bello nuestro encuentro como el de Cocteau en la bañera con su boxeador negro.
Bandadas de gaviotas y otros extraños pájaros blancos, más pequeños, que nunca antes había visto, estaban posados en la playa y se levantaban a la vez al acercarnos nosotros. Pájaros carroñeros de bello plumaje blanco. Era inmensa la soledad y elementaridad de cielo, mar y arena, con sol, viento, pájaros... Y nosotros dos, tan pequeños, dejando un débil rastro de pisadas que pronto era borrado por las olas. Mayor morbo tenía para la imaginación el hecho de que aquel era el borde de la tierra y también el borde de dos continentes y de dos mundos, que aquel mar y aquella playa eran el limes, la frontera sarracena, desde donde acechaba, en la otra orilla, la morena. Casi se lo imaginaba uno, hace doce siglos, desembarcando en esas mismas playas, morenos y furtivos, vitalizando con su sangre esta extenuada península.
Había un tronco semienterrado en la arena, cubierto de pájaros. Al acercarnos vimos que el rodar continuo lo había pulido, trabajado, dándole una calidad artística de escultura moderna, como una trouvaille o ready made duchampiana. Nuestro sentido artístico estaba bastante exaltado con todo lo que veíamos.
Yo observaba el cuerpo de mi amigo, que había visto desnudo hacía poco y ahora veía poseído por los elementos, descalzo, guiñando los ojos al mirarme a causa del sol, con la tela roja de su bañador ciñéndole los muslos y su camiseta a rayas entregada al viento.
Me excitaba la realidad de nuestro encuentro. No sólo la idea de que quizás, a la noche, fuera a gozarlo carnalmente, sino la circunstancia de nuestra escapada, una convergencia entre artistas, en la naturaleza, con conversaciones sobre Chirico, Dada, Calder, nuestra idea de obra futura, alcohol y yerba.
Como otras veces en aquella época en que era más joven, me dejaba llevar por el mito del alma gemela. El Döppelganger (Doble) mortal de las leyendas germanas, el ba y el ka, místicos hermanos orientales, fatídico espejo y espejismo que sale al encuentro de todo artista, sobre todo en su edad joven, cuando ve al mundo como la masa que le pide: moldéame y en los rasgos que van apareciendo en ese barro, comienza a entrever la aparición del doble, el Golem de los sueños secretos y monstruosos, de ambición y de poder. Duda si el fantasma de la locura no estará asomando sus dientes amarillos en una risa helada sobre su cogote, acompañada del sonido de los cascabeles, todo antes de haber aprendido el arte de gastarle buenas bromas a la vieja dama indigna.

La Masvida, XIX.

LLegó el miércoles Santo, el día que teníamos previsto viajar a las Calas. Luis y yo tomamos el tren a Cádiz en la pequeña estación blanca con ladrillos rojos. Un tren tranvía de pocos coches, pintado de azul con grandes letras amarillas. Y al salir de la ciudad por el lado sur, pasando el estadio de fútbol, vimos el bloque de pisos donde vivía Luis, un monstruo de ladrillo marrón con múltiples ojos acristalados, los hombros sumidos en un cielo pizarroso.
 En la euforia del partir, sorber horizontes y ver el mar, compadecíamos a las hormigas humanas que pululaban arrastrándose a los pies de sus grandes termiteros. Todas las vidas parecían en aquellos bloques amortajadas, encajonadas, yuxtapuestas por un designio ciego e insensible; voces invisibles saliendo de los tragaluces, escaleras de incendios que no libran de la asfixia cotidiana.
Fermentación y podredumbre, abono humano para la impasible, fantasmagórica flor de los cielos.
Tras uno de aquellos rectángulos de cristal ahumado, atrapados en su propio maleficio, Luis podía adivinar a sus fantasmas familiares: la sombra tantas veces ausente pero pesante del padre, inevitable escollo de todos los impulsos; la madre elegante y moderna, sus maquillajes y sus depresiones, la inercia de los orígenes. Las hermanas aún sumidas a medias en su sueño infantil, sus novios de verano y sus clases de equitación; la foto de su cuarto, hecha en el puente de Brooklyn con su amiga neoyorquina, durante su estancia en la summer school con que su padre premió sus veleidades maniaco-depresivas.
Aquel cuarto estéril, cama de sexo solitario, rabia culpable ante el círculo de ternuras envolventes, compulsiva salvación repetitiva, lo trasmitido amueblando el salón en medio del desierto, gran espacio desolado en que ruge la vida...
Los últimos aledaños de la ciudad, con sus barrios-dormitorio, sus desolados descampados, llenos de basura y vallas publicitarias, iban desfilando por la ventanilla del tren y empezaron a aparecer suaves extensiones onduladas, sembradas de girasoles, bajo un gran cielo pálido con nubes. De vez en cuando alguna cortijada blanca, entre un grupo de árboles, con animales pastando y palomas volando a su alrededor. Era una tierra que delataba su condición de antiguo lecho marino, blanqueada y afinada por la lengua de un remoto mar prehistórico, con arcaicos crustáceos y peces acorazados. La larga antena de una emisora de radio, sostenida por tensados cables de acero, lanzando mensajes sobre las cabezas de la gente. Cartelones que anunciaban productos, la silueta metálica de un toro, recortándose poderosa contra el cielo en una loma...
Luego, pasados algunos pueblos, aparecieron las viñas, extensiones de viñedos recortados y cuidados que cubrían todo hasta el horizonte, sobre una tierra de humus negro; grupos de olivos y manchas de pinares sobre alguna colina. El aire olía perfumado y campesino y traía como un presentimiento de mar.
El paisaje de la Baja Andalucía me hacía pensar en el de Grecia (donde nunca he estado): suaves colinas cubiertas de encinas y olivos, no demasiado fértiles ni amables, contrastando con un cielo azul pastel, puro y limpio, atravesado a veces por unas viajeras nubes. Y aquel suelo era el depósito de todos los misterios y todos los mitos, la tierra originaria de héroes y de dioses que se sucedían unos a otros como las generaciones humanas ante su mirada eterna e impasible. Era también tierno, campesino y familiar, con algo de temblor, de insinuación y caricia.
Al fondo, azules en la lejanía, aparecieron las montañas de la sierra de Cádiz y el tren pasaba bajo el torreón desmochado de algún viejo castillo fronterizo. Luego una gran llanura y allí estaba Jerez, destilando sus vinos. Vimos al pasar el barrio de Santiago, sus calles blancas, de casas humildes, pegadas a la tierra, donde vivían los gitanos y de donde habían salido los grandes del cante: las grandes viejas gitanas, matriarcas de la tribu, basculando en las fiestas sus anchas ancas, mientras azotan el aire con el borde de sus faldas, alzadas en airoso revuelo; pintadas y gibosas, y llenas de gracia.
Cerca del puerto apareció el mar: una estrecha lengua de agua refulgente, de un azul cargado, más intenso que ningún otro, con barcas de pesca y el tablero blanco de las salinas. Aparecieron las torres metálicas de la Carraca, la bahía y Cádiz al fondo, con sus miradores blancos y sus cúpulas doradas.
Allí tuvimos que cruzar el puerto para tomar el autobús a Vejer. Pasamos el tiempo de espera en el bar de la estación y en los jardines del Monumento a las Cortes, tomando cervezas.
El autobús nos llevó a Vejer a través de tierras de viñedo y colinas que se hacían más escarpadas a medida que nos acercábamos. Vejer está encaramada en la ceja de una de aquellas colinas, con un castillo en su cima y un mirador desde el que se veía una gran llanura verde y el mar al fondo.
Bajamos y empezamos a recorrer el pueblo, entrando en las tabernas a beber vino. Calles empedradas en cuesta y grandes casonas fortaleza, cubiertas por capas de cal, altas y con pequeños ventanucos negros. Viejas totalmente cubiertas de luto, con un velo tapándolas por completo de la cabeza a los pies.
Nos indicaron una pensión en uno de aquellos caserones, en una calle sombreada. Fuimos allá y llamamos a la puerta. Una mujer de edad indefinible, vestida de negro, congelada en la negrura de una vejez inmemorial, con telarañas de arrugas en la cara y las manos, nos hizo subir por un dédalo de pasillos con cal y techos oscuros de madera. Abrió una alta puerta, estrecha como un ataúd y nos introdujo en una especie de desván cerrado, con dos camas. Eran dos catres campesinos, cubiertos con colchas de lana de la sierra de Grazalema. Una jofaina en un rincón, un espejo y un raíl para las toallas. Y sobre la cama, un angelillo de cerámica con una pililla de agua bendita.
En un pasillo cercano había un chinero con platos de porcelana coloreada, licoreras y copas de cristal. Me llamó la atención sobre todo unas copas minúsculas para el anís, semiesféricas, de cristal tallado en puntas de diamante, de las que me llevé una como recuerdo. Por lo demás, el cuarto era sombrío, sin ventanas a la calle, pero había espacio suficiente, pues los tejados, blancos con vigas de madera negra, se perdían en la altura sobre nuestras cabezas.
Nos refrescamos en la jofaina y nos tumbamos un poco en los catres. Bromeamos riéndonos de la vieja y su tétrico aspecto, pero estábamos contentos de haber llegado. Seguimos bebiendo mistela que habíamos comprado en una taberna. Luis leía un libro de W. Benjamin que hablaba de sus experiencias con el haschisch en la habitación de un hotel de Marsella, allá por los años treinta. Haschisch, soledad, en una habitación de hotel perdida, un judío errante y marxista, huyendo de la descomposición de su mundo, de la guerra que se preparaba. Luis me contó todo aquello. Y pensamos en el misterio especial de los cuartos de hoteles y de pensiones sombrías y estrechas, como la nuestra.
La referencia impersonal de cuartos de pensión, cobijando a sus huéspedes en el limbo de un usable yo, el yo que se abre de aspiración paradisíaca al contacto chirriante de cuartos recién abandonados.
Trozos de identidad sorbidos por el azogue de desgastados espejos, inefables máculas en la porcelana de los lavabos. Cuartos de hotel, lugares para las despedidas y los inútiles, ilusorios reencuentros. Cobijo del prét-a porter del anonimato. Lirismo residual de los significados desgastados. Nana de gruñidos de los seres que transitan por los conductos de las tuberías. Anticipado sabor de uno mismo en la parábola de una ausencia.
Así estuvimos un tiempo, descansando mientras bebíamos. Luis sacó sus cajas de ceras y empezó a dibujar la habitación. Luego se hizo de noche. Salimos a la calle a cenar algo y pasear por el pueblo. La gente iba con sus vestidos de fiesta, mientras nuestro atuendo era el de dos viajeros: vaqueros, camisetas y calzado deportivo. Entramos en un mesón que estaba decorado como cuevas del Sacromonte, con las paredes cubiertas de yeso apelmazado y luces indirectas que salían de candiles arrimados a la pared. Pedimos unas salchichas y jarras grandes de cerveza. Cerca de nuestra mesa había un grupo de chicas que nos miraban, charlaban entre ellas y reían. Nos sentamos con el grupo, invitándolas a unas cañas y se inició una conversación caldeada por el alcohol y llena de grandes risas vergonzosas de ellas. Fue una noche agradable. Yo escuchaba con placer el acento de la tierra con que hablaban, el deje y las palabras desconocidas, suavemente arrastradas, un acento algo opaco, pero con toques de gracia y color.
A la mañana siguiente fuimos a un bar frente al pretil del mirador. Luis había olvidado que debía volver a un cuartel a marcar el paso y vestir de caqui, obedeciendo a estúpidos sargentos toscos, haciéndose mala sangre, enviciándose y tragando mierda durante un año.
Me decía: "Si nos amamos, que nuestro amor no sea mirarnos a los ojos uno al otro, sino mirar los dos en la misma dirección". Yo trataba de entenderlo, pero quería saber qué había detrás del cristal insondable de sus ojos. A veces lo veía pensativo. Pensando en Malena, quién sabe, o en Carmen.
Viernes Santo. El pueblo fermentaba en la luz, bajo la guardia del casillo roquero. Desde el pretil blanco se veía un mar de yerba en un ancho valle abierto, sembrado de girasoles. Todo estaba siendo lavado en la corriente del designio intrahistórico divino. Era bueno. El sol luciendo, pero nublado su rostro por una pátina de reverente asombro. El dios muriendo. ¿Qué decirle entonces a la salvaje exigencia del sexo en su cubil? Toda la tierra era un pan en oblación, triturado en el molino de la muerte. Silencio de cigarras y pequeñas casa blancas como costras parásitas pegadas al dorso de la tierra. Unos viejos (camisas blanqueadas en la artesa de los infinitos cuidados femeninos, cuerpo de callosidades, duras superficies térreas), paseando por la balconada, empapando su mirada en la extensión verde, una mirada tan asidua que era ya un ascua verde tierna, un trozo de tierra llamado por su objeto. El cuidado los había dejado secos y sarmentosos. Para arder en la hoguera de la invisible conflagración universal. El Cielo agradece los servicios prestados.
Sexo, muerte y destrucción. La rueda girando. Lo viejo cediendo el puesto, cansada y rencorosamente, a lo nuevo...