jueves, 2 de junio de 2011

La Masvida, IX.

Nos fuimos de allí porque Elisa debía encontrar a Antonio, el tipo que le había dejado los ácidos, que ahora estaría en el Patio.
Salimos a la calle. En la puerta apareció un taxista, colega de Antonio: "Lo vi haciendo un servicio a eso de las once pero a las doce irá al patio a vender. ¿Queréis gomita de primera?"
El aire era refrescante, la noche brillante de agrios charoles, con la luna alta en el cielo, brillando sin nubes, pastoreando un rebaño de estrellas...
Nos despedimos de Salva y su novia. Luis y yo empezamos a caminar tomados del brazo, como dos poetas años veinte. Las chicas venían detrás, cogidas también del brazo, hablando entre ellas y riendo. Parecían reírse de nosotros. No sé de qué hablábamos, con el pedo que teníamos. De algunas esquinas nos venían insinuaciones de camellos. Había grupos de punkis, sentados en las aceras, opacos con su luto por su juventud, con reflejos de chapas y clavos, pasándose en corro los canutos o las botellas de alcohol.
Al pasar junto a una pastelería a Elisa le apeteció un dulce. Entramos y pedimos uno cada uno. Con el morado del chocolate nos daba a veces por reir, nos entraba el deseo de probar cosas dulces. El absurdo y la divertida incoherencia, casi infantil. Nos mirábamos a los ojos con complicidad y reíamos al ver el brillo y la languidez del morado, con los párpados caídos, como con sueño y el cuerpo cadencioso y ralentizado...
Ibamos por una ancha avenida, bordeada de plátanos, que llevaba al río. El río discurría solo, lleno de reflejos, alumbrado por la Luna y los conos de luz de algunas macilentas farolas, sobrevivientes de las que habían sido apagadas a pedradas. Entre los matojos de los jardines se movían sombras inciertas. La brisa movía los árboles de la orilla. Nos sentamos un momento en un banco, para ver su discurrir silencioso y amplio, sin murmullos. En la otra orilla, la calle del Angel aparecía iluminada, llena de luces de colores de sus bares y restaurantes, que clavaban largos rejones al agua. Pasando ante el puente de hierro que llevaba al Arrabal, divisamos el caserón del Patio, recortándose fantasmal en la noche contra un cielo extrañamente rosado y un enjambre de lucecitas de los pueblos que se asentaban en las colinas del fondo.

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