viernes, 3 de junio de 2011

La Masvida, X.

El Patio era un antiguo convento, situado en la Puerta del Águila, ya donde la ciudad mira a la vega del río y a los cabezos que se alzan alineados a sus puertas, todos preñados de los tesoros antiguos que conservan y que salen a la luz de vez en cuando. También se alzaba allí la vieja estación de ferrocarril, de estilo morisco, con sus arcos de herradura, filas alternas de ladrillos rojos y ocres, llena de sabor regionalista años veinte. El convento, del que sólo se conservaba abierta al culto una pequeña capilla, había pasado por la desamortización a servir de cuartel, después fábrica y casa de vecinos y ahora había sido convertido en edificio de apartamentos y estudios de artistas. Casi toda la planta baja, con soportales alrededor de un amplio patio central, estaba ocupado por bares y pubes. Había una escalera por la que se subía a un desván en la tercera planta, donde estaba el bar de Clara.
Allí, siempre que podíamos, pedíamos champán y el resplandor helado y misterioso del jugo de bayas de enebro, que dicen que produce melancolía.
Clara y su marido, un gitano que cantaba en un grupo de rumbas, servían las bebidas y ponían la música. Mucho flamenco, un disco de Adaggios de conciertos barrocos y otras músicas raffnées, como las canciones de Edith Piaf y Jacques Brel y música swing de Ella Fitzgerald.
¿No habéis oído nunca un disco de swing de Ella Fitzgerald, con canciones de Cole Porter, mientras degustáis unos canutos bien cargados de marroquí o libanés, en un círculo de amigos? Imaginaos el pitillo que rula, el humo solapado que pasa a la sangre, enlenteciendo su corriente y asoma a la mirada con un poco de sueño. Y mientras, la voz aterciopelada de Ella, deslizándose por las notas con la morosidad de querubines negros asomando sus culitos por cúmulos de nubes, declarando I love Paris in springtime... contagiando de dejadez a toda la sección de metales. No hay más que fumar un porro y oír a Ella Fitzgerald para sentir el lento crujido interior de la decadencia que pasa pisando tallos otoñales...
El bar de Clara era un refugio de noctámbulos. A eso de las dos o tres de la madrugada, mientras en los bares de abajo se oía el estruendo de la morralla, las peleas de drogotas y borrachos, la marcha del rock ácido..., el desván acondicionado, con suelo y techo de madera, amueblado con piezas de anticuario y alfombras desgastadas, luces indirectas y ramos de flores en el mármol de las consolas, cerraba su puerta a los extraños y comenzaba entonces la fiesta flamenca. Corría el licor y la coca. Los gitanos sacaban sus guitarras y comenzaba, con desgarrados ayes y sonido de palmas, el ritual del cante y el baile.
Clara iba y venía entre las mesas, más fondona que nunca, con su peinado a lo garçon y su mejor sonrisa en aquel sitio que parecía el trastero del palacio de sus abuelos, marqueses arruinados de Salamanca. Diosa de la juerga en medio de la tribu calé, con su marido, gitano refinado: trajes de corte impecable, pelo engominado, corbata de fantasía y patillas largas de chispero.
En una de aquellas juergas, estando muy borracho, me había subido a una silla y peroraba desde ella, gesticulando y gritando, cuando se acerca a mí y me dice, con la respetuosa unción y la suave firmeza de un buttler inglés: "Comprendo que estás satisfaciendo tu necesidad de expresarte, pero ten en cuenta que el estilo Chippendale es frágil..."
Por allí apareció Carmen, vestida de negro, como una sombra Juliette Greco de caves rive gauche, aromada de perfume y existencialismo en gruesos tomos (fenomenológica reedición de la Vanitas, el viejo gusano moralista. Funeraria balada de seres premuerte... pero, en verdad, un intento serio de descripción antropológica, dura y realista y a pesar de todo, buscando una salida desde el dato, lo doné, aunque sea al limitado cielo de una conciencia intencional y problemática, el en-soi que se conoce como pour soi, escotilla al aire de la trascendencia en el cielo subterráneo del hombre sartriano...etc).
El existencialismo es un humanismo, perfumado de ginebra y melancolía solapada por trompetas de jazz, aunque su intento de definir al hombre no pueda salvar el movimiento transitivo, aunque quiera edificarlo en el suelo movedizo de una acción que tiene sus propias (y perversas) leyes y ahí deba dejar la palabra al viejo Marx...
Carmen, a quien la fragilidad protegía como el blindaje de una coraza, sabía llevarte con sus palabras, su panoplia de gestos (el movimiento serpentino de una mano que quedaba alzada, señalando una dirección improbable) y el fulgor desnudo de su mirada, al punto en que para retornar a tierra te veías obligado a suplicar la guía de su hilo de Ariadna. Cuando te dabas cuenta de que habías caído imperceptiblemente en su red sutilmente trazada, hacías cualquier cosa, como pedir martinis sin cesar, proponerte resistir más la próxima vez o pensar seriamente enjugar el juego laberíntico y descubrir en dónde amontonaba los huesos de los vencidos en esfíngicos asaltos. Pero entonces ella, suavemente, con un gesto de la mano, declinaba toda oferta. A lo sumo te permitía acompañarla por calles de asfalto recién regado y un ambiguo beso en el portal.

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