sábado, 4 de junio de 2011

La Masvida, XII.

Entre la fila de taxis, Elisa encontró a su taxi-driver. El tipo era un curruco de ojos y boca alegres, contando manoseados billetes ganados con el trapicheo del haschisch y los ácidos, para el que el taxi le servía de pretexto. Elisa decía que era un esclavo, queriendo decir que tenía un jefe, que era el que poseía la licencia de varios coches y explotaba a los conductores. Elisa lo besó en la boca, le dió los ácidos y los talegos. El dijo que tenía que esperar, pues aquella noche esperaba hacer un buen negocio con unos tipos. "Esperadme en el Bourbon"-dijo.
En el Bourbon, estrecho como un cajón, estaban los rockabilly, bebiendo whisky, con sus fachas de navajeros años cincuenta, patillas largas, chupas de cuero, cinturones anchos con adornos metálicos...
Pedimos unos coñacs y desde la puerta pudimos ver cómo se acercaban a Antonio varios tipos con pinta de ejecutivos a comprar droga. El taxi-driver entró con ellos en el coche y sacó el tate. Los ejecutivos estuvieron mirándolo, oliéndolo y estirándolo, para convencerse de su calidad y, cuando llegaron a un acuerdo, el taxista pesó el tate con una balanza de precisión. Luego vino a reunírsenos con quince mil pesetas. "Os invito a cenar"- dijo.
Fuimos a la Gallega, una casa de comidas que estaba cerca de los jardines del Compás, donde solían comer los camioneros que aparcaban sus vehículos en la Plaza de la Estación.
"¿Qué queréis, paisaniños?"- nos dijo la dueña, una oronda mujer de mirada y manos maternales. En la barra algunos hombres tomaban orujo. Nos trajo la carta: lacón con grelos, cocidos y potajes, caldo gallego. Veíamos desfilar, con destino a los camioneros, fuentes humeantes, llenas de ragús olorosos, patatas con carne de ternera, costillas de cerdo, garbanzos, toda la sustanciosa y algo truculenta cocina gallega. Pedimos caldo y unas tortillas. Elisa se encontró en una mesa a Carla y Fany, dos travestis amigas. Nos sentamos con ellas, uniendo las mesas:
-Hola, chicas- dijo Elisa.
-Hola, cariño- se besaron.
-¿Qué hacéis después de comer?
-Ahora vamos al Patio- dijo Carla- al bar de Charlie, a vender algo de costo. Tenemos que buscarnos la vida y el Paseo de Hércules está imposible de chulos y drogotas navajeros... Allí no nos atrevemos a hacer la carrera. Esperamos que sea más tarde para ir a la zona de hoteles caros. Salen buenos partidos...-saltaba de un tema a otro-. Hemos cogido piso juntas. Fany no tiene miedo. Hace la carrera por la madrugada, parando coches en el Paseo del Duque, y se saca sus buenos talegos... Más adelante me quiero operar los pómulos y la barbilla, pero cuesta un pastón... Yo, si no me sale lo del cabaret de transformistas que me dijo Eduardo, tendré que seguir de camello o haciendo la carrera... Además, la ropa de tía vale un dineral; de día, con unos vaqueros y un jersey me arreglo, unos brochazos de maquillaje y la barra de labios y ya está... pero, de noche, si hay que ligar, necesito vestidos sexy, la bisutería y demás. También nos han hablado de ir a Milán, dicen que allí necesitan travestis para películas porno. Tú que eres medio italiana ¿Qué sabes de ello?...
-No sé, cariño -dijo Elisa-. Hce tiempo que salí de allí. Cuando me divorcié de mi marido, con la pasta que le saqué, me fui a Roma a un hotel de lujo y estuve viviendo a todo tren con Vannina, una travesti que conocí en Piazza Navona... luego, se nos acabó el dinero, pero seguimos en el hotel, hasta que un día nos largamos, tirando las maletas por la ventana. Fuimos a Brindisi, para coger el ferry a Grecia... Queríamos ir a Atenas. Estuvimos allí un año. Después, volví a Roma, a reclamar la custodia de la niña y, cuando la conseguí, se la llevé a la única madre que conozco: la mía (Ella decía: "El que busque en mí la madre, se llevará hostias"). Volví a Buenos Aires, hasta que ya no pude seguir allá, por la cosa de la política, ¿entendés? Me dije: "Voy a ver a mis parientes vascos y andaluces de España". Me vine a la Madre Patria, pero... he pasado de ver a la familia... Si la cosa se arregla allá, tal vez pida ayuda a mamá para volver y cuidar de mi hija. Pero ahora es imposible. Allí siguen matando y torturando, con la ayuda de la CIA. Ché, si me cogen allí, me queman la concha, como acá, cuando la Inquisición. Menuda mina estoy hecha...
Los travestis y Elisa siguieron la conversación, con grandes y amanerados gestos por parte de ellas. Los camioneros nos miraban. Carla se levantó para pedir algo y uno de ellos le dijo al pasar: "Qué, guapa, te vienes conmigo a Salamanca?"
Yo estaba entre la fascinación y la repulsión. Los travestis, con su prestigio casi sagrado, tan antiguo como el mundo. Sacerdotes de la diosa Cibeles, haciendo sonar el sistro, flagelándose y mutilándose, en honor de la Madre de las Fieras, guardianes del templo de lo femenino. Exquisitas bailarinas orientales, falsas damas del kabuki japonés, adolescentes recargados con el peso de los brocados y pelucas en el tablado isabelino, como el Valentín de los sonetos de Shakespeare: "Master, misstres of my heart..."
Yo entonces quería comprender también el crimen, la locura, los castrados, las cosas que más me repugnaban; olfateaba el aire del crimen, como Rimbaud visitando la celda del forzado, para templar su estremecida pureza en el fuego respirado por él, comprendiendo que un gran crimen, un crimen monstruoso, podía muy bien darse entre las condiciones de esa inhumana pureza, la virginidad del alma que ha anticipado en su desgarrador secreto todos los tormentos, todas las caricias y delirios, sacrificios y temuras. Pudor que en su exquisito aislamiento reconoce en la transgresión, lo más separado, también lo más cercano.

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