miércoles, 22 de junio de 2011

La Masvida, XX.

Al día siguiente salimos para Conil, que estaba ya en la línea de la playa. Al llegar allí observamos el mar, una línea azul al fondo de una campiña abierta, pintada con pequeños retazos de verde. No añadiré nada sobre él. Como decía salva: "Estoy de acuerdo en todo con el mar".
Bajamos por la calle polvorienta de Conil, hecha de cubos blanqueados, como agrupados por una voluntad artística, con suaves sombras violetas. Al final estaba la playa, ocres y canelas en capas finas, traslúcidas, como de acuarela. Nos fuimos a un chiringuito de techo de palma a tomar unas cervezas mientras llegaba el autobús a las Calas. Allí había un montón de motos relucientes y chorbos vestidos de cuero. Nos enteramos de que el autobús había pasado ya y no saldría otro hasta la mañana siguiente. "¿Cuánto hay hasta las Calas?", preguntamos. "Por la carretera, quince kilómetros; en línea recta por la playa ocho o nueve", nos dijeron.
Como era temprano y nos sentíamos frescos, decidimos ir caminando por la playa. Al poco de dejar el pueblo, nos encontramos con la desembocadura de un río. Como era imposible vadearlo, hubo que cruzarlo a nado. Nos desnudamos y guardamos las ropas en las bolsas de viaje. Tratando de sostenerlas fuera del agua, sobre nuestras cabezas, nos internamos en la corriente. Al llegar a la otra orilla vimos que las prendas se habían mojado algo. Las dejamos secar extendidas sobre la arena.
La espejeante proximidad de su cuerpo, volumen bruñido del que yo quería gustar la sal que el mar le había depositado, allí tendido entre sus despojos, como el pecio de un celeste naufragio. ¿Por qué siempre, en estas raras ocasiones, acuden a mi mente y a mis labios imágenes y metáforas, versos, los nombres de dioses antiguos? ¿Hasta ese punto me ha envenenado la cultura? ¿No puedo gozar de nada si no es a través de su filtro? ¿O es un prurito idealizante que sirve de disculpa ante un elemental y demasiado vertiginoso desbordamiento de la carne? Lo más real queda siempre limitado por su imagen.
Luis entre sus ropas secándose. Yo veía al náufrago gongorino y sus ropas a las que el Sol "con suave estilo la menor onda chupa al menor hilo".
El Sol, cómplice en la palestra de los juegos de Apolo con Jacinto. Para mí era tan bello nuestro encuentro como el de Cocteau en la bañera con su boxeador negro.
Bandadas de gaviotas y otros extraños pájaros blancos, más pequeños, que nunca antes había visto, estaban posados en la playa y se levantaban a la vez al acercarnos nosotros. Pájaros carroñeros de bello plumaje blanco. Era inmensa la soledad y elementaridad de cielo, mar y arena, con sol, viento, pájaros... Y nosotros dos, tan pequeños, dejando un débil rastro de pisadas que pronto era borrado por las olas. Mayor morbo tenía para la imaginación el hecho de que aquel era el borde de la tierra y también el borde de dos continentes y de dos mundos, que aquel mar y aquella playa eran el limes, la frontera sarracena, desde donde acechaba, en la otra orilla, la morena. Casi se lo imaginaba uno, hace doce siglos, desembarcando en esas mismas playas, morenos y furtivos, vitalizando con su sangre esta extenuada península.
Había un tronco semienterrado en la arena, cubierto de pájaros. Al acercarnos vimos que el rodar continuo lo había pulido, trabajado, dándole una calidad artística de escultura moderna, como una trouvaille o ready made duchampiana. Nuestro sentido artístico estaba bastante exaltado con todo lo que veíamos.
Yo observaba el cuerpo de mi amigo, que había visto desnudo hacía poco y ahora veía poseído por los elementos, descalzo, guiñando los ojos al mirarme a causa del sol, con la tela roja de su bañador ciñéndole los muslos y su camiseta a rayas entregada al viento.
Me excitaba la realidad de nuestro encuentro. No sólo la idea de que quizás, a la noche, fuera a gozarlo carnalmente, sino la circunstancia de nuestra escapada, una convergencia entre artistas, en la naturaleza, con conversaciones sobre Chirico, Dada, Calder, nuestra idea de obra futura, alcohol y yerba.
Como otras veces en aquella época en que era más joven, me dejaba llevar por el mito del alma gemela. El Döppelganger (Doble) mortal de las leyendas germanas, el ba y el ka, místicos hermanos orientales, fatídico espejo y espejismo que sale al encuentro de todo artista, sobre todo en su edad joven, cuando ve al mundo como la masa que le pide: moldéame y en los rasgos que van apareciendo en ese barro, comienza a entrever la aparición del doble, el Golem de los sueños secretos y monstruosos, de ambición y de poder. Duda si el fantasma de la locura no estará asomando sus dientes amarillos en una risa helada sobre su cogote, acompañada del sonido de los cascabeles, todo antes de haber aprendido el arte de gastarle buenas bromas a la vieja dama indigna.

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