martes, 14 de junio de 2011

La Masvida, XIII.

Cuando acabamos de cenar, serían las doce, Elisa y Antonio decidieron ir a una pensión. Nosotros cuatro queríamos pasar toda la noche rulando y ver el amanecer en la orilla del río.
Vagamos por calles semidesiertas, donde se juntaban taciturnos grupos de personas. Caminábamos dentro de una burbuja que nos protegía. Ibamos o veníamos de la fiesta de nuestra juventud. La noche seguía al día y su don era casi excesivo, después de cargar, tan alegremente y con tanto dolor, con el saco de las imágenes diurnas. Las palabras no se acababan, la belleza seguía y el alcohol tampoco se acababa, aunque sí el dinero. Luis y Malena eran dos niños. El la asediaba, ella se escapaba. Malena decía terribles palabras, giraba, se hacía la loca, invitándonos a fluir con ella.
Yo veía a Luis, mientras ella, como una bailarina descoyuntada, hacía su pirueta en el borde del sarcasmo -los ojos entornados, la barbilla levantada, su mechón flotando sobre el giro del cuerpo-, entonando una salvaje cavatina, el aullido que le arrancaban sus desarreglos de matriz. Y Luis la tomaba por las muñecas, intentando oponer un sentido vertical a su delirio serpentino. Allí los veía yo a los dos, en el tablado de las aceras.
Luis jugando a retenerla y ella vertiéndose, como un líquido que el vaso de los brazos de él no podían contener. Y así es siempre la música del amor, un dúo que raras veces se acorda, cada uno cantando su melodía ensimismada, sin oír la del otro. Y luego, cuando el amor termina, la melodía muere y ya no se reencuentra y amanece uno en la soledad, intentando reconstruir el argumento, confundido por los ecos, pero ya se ha olvidado la música y la letra.
Carmen y yo, tras ellos, hablábamos de temas serios, intelectuales:
Carmen: "Lo importante es la lucidez... la literatura y el mal están indefectiblemente unidos. El ritual erótico es similar al del asesinato..."
Hablando de un filósofo actual: "Es un sofista, sólo un sofista".
Alzando dos dedos cruzados en los que sostiene un cigarrillo: "Vaya, vaya... la lucidez sobre todo". Su pequeño cráneo, florecido en una mata de cabello trigueño. Sus ojos, retraídos y punzantes a la vez. Pechos menudos, caderas estrechas, siempre enfundadas de negro...
Más adelante recalábamos junto al río y Carmen, con su vestido negro y su pequeño rostro, pálido y asombrado, fumaba cigarrillos, mirando silenciosa al agua.
Todos esperábamos un amanecer que nos salvara. Y estábamos en esa hora cercana al alba, cuando cuaja el agrio charol en la ciudad y se produce una fría exudación en las superficies del miedo. La inocencia envuelta en su capa y los encuentros del sexo ocasional recostando su huella sobre un desenrollado olvido...
Entretanto, Luis y Malena seguían su juego, su eterna contienda, rodando por el césped, afilando las palabras con las que construían la embriaguez de su relación.
Y resonaban en la mente los dichos de toda la noche. Palabras tintineando y estallando en el día del Juicio, invalidadas por los cantos de los ángeles.
Me asomé al río como a un Ganges de pecados, chapoteando con sus lotos y sus cadáveres. Todo lo real tiene el poder de sacarnos a nuestro viaje estratosférico. Planos de significados étalés sobre una superficie atormentada inhabitable y silenciosa.
Y en mi visión, proyectada en las fachadas dormidas de las casas que se reflejaban en el agua, asistí al desfasado noticiario angélico comentando la vida en la tierra. Lo traían las voces de los pájaros.
Los tristes pájaros se han congregado en el Desierto Central y las flores se estremecen estallando en los brazos de desolados niños con mocos que nadie puede limpiar.
Un solitario desierto de la noche y un pájaro encorvado y triste, llevando en su pico la moneda de la vida. Niños que preguntan en los suburbios por el parque de atracciones de la existencia y mi yo desolado chapoteando en una bañera grande como la tierra, incapaz de encontrar el retorcido cordón umbilical que me une a las estrellas. Pájaros posados en los alambres eléctricos que atraviesan los lóbulos del planeta, de polo a polo. Animales tranquilos después de su juicio. El deseo persistiendo, envuelto en delgadas láminas de estaño. Aullando como un pájaro y girando hacia el deagüe del mundo, como la sepiente dueña de los secretos del Paraíso.

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