viernes, 1 de julio de 2011

La Masvida, XXIII.

Luis me acompañó hasta la cademia, que estaba cerca, y se instaló en el bar de la placita de la iglesia de San Leandro, con su tabaco de pipa que enrollaba en el papel de fumar, una jarra de cerveza, que pagué yo, y un libro, dispuesto a esperarme.
Cuando acabó la primera clase, no aguardé más y me fui a verle. Allí seguía, solo en una mesa, junto a un ventanal que lo inundaba de luz, leyendo en su libro, con una gran jarra de cerveza, de color amarillo dorado, apetitosa, llena de sol. Mientras, sonaba en el bar el reggae de Bob Marley, música dulzona y pegadiza. Una combinación perfecta. Hablamos largo rato, hasta las dos y quedamos en vernos luego.
Por la tarde vino a casa, trayendo un montón de ceras de colores en una bolsa de plástico y una cerveza grande debajo del brazo.
Se sentaba a la mesa del comedor, encendía el flexo, ponía un disco en el plato y se preparaba un combinado de cerveza con ginebra. Se hacía un liadillo de tabaco de pipa, tomaba las tizas en la mano y unos folios y se ponía a dibujar. Frenéticamente, gastando folios y tizas: "De cien que haga, puede haber uno o dos realmente buenos", decía.  Dibujaba lo que se veía por las ventanas, lo que había en el salón, bastante mal amueblado. Me retrataba a mí, que mientras tanto lo contemplaba, o leía, o me abandonaba a la música, fumando un cigarrillo. Arañaba, rompía el papel, gesticulaba, frotaba. La tiza se partía. Otro trago. Los ojos brillando de alcohol y excitación creadora. Los folios ya manchados los tiraba por el suelo, donde yo los recogía para mirarlos.
Cuando se cansaba, venía a sentarse en el sofá, junto a mí y conversábamos:
Yo: "El escribir me hace dueño de la nada en esta vida, anticipado y dulce sabor de olvido. Toda escritura es testamentaria. Se escribe, se lo confiese o no, para los que vendrán, para tu propia ausencia. Yo he entretejido mi vida en un tapiz simbiótico con las palabras".
Luis: "Lo importante es el destino. Entregarse al destino es la felicidad profunda que decía Nietzsche. Destino igual a Armonía".
Yo: "¿Por qué me niegas una forma de ilusión? El destino podría ser tan fuerte que nos borrara y haríamos que el mundo cayera a nuestros pies como hojas amarillas".
Luis: "Los que se aman no deben mirarse el uno al otro, sino mirar los dos en la misma dirección".
Yo: "Yo el mundo lo veo en el cristal ahumado de tu mirada. La bola de la vidente donde veo el futuro, aterrador y dichoso".
Luis reía con el labio superior avanzado, como si quisiera tapar su risa.
Luis: "La homosexualidad es un amor al que le falta algo".
Yo: "¿Por qué? El completamiento de dos seres puede también realizarse a través del espejo. Y todo amor es espejismo".
Luis: "Sí, pero en la mujer buscas el tú, la otra parte de tu personalidad, que verdaderamente te complementa... la mujer... la danza... como Apolo danzando con las musas. Sólo con la mujer la danza es completa. Cherchez la femme, decía Rimbaud".
Yo: "Me abisma la otredad. Puedo comprender a la Shakti, la esposa-hermana en lo sagrado. Los misterios insondables de la mujer...".
Luis: "Lo complicamos todo. Todo es más sencillo que eso. Yo no podría explicar mi atracción por las mujeres ni tú la tuya por los hombres... tal vez un psiquiatra...".
Yo: "La otra noche bailaste con Carmen en el club gay. Vuestra danza fue espectacular y hermosa. Todos los mariquitas os miraban. Vuestro mensaje quedó claro: Esta gente dice que entiende. A ver si entienden esto, dijiste, sacando a Carmen a la pista vacía. Cuando tus brazos la elevaban por el aire, yo no sentí envidia, pero sí algo mío que iba desprendiéndose y volando hacia el envés del mundo".
Luis: "Todo lo cubres de retórica".
Yo: "Soy un aprendiz de escritor".
Luis: "Entonces, busca lo que amas en lo que escribes".
Yo: "Nunca lo he reconocido allí".
Le hablé de la escritura y sus abismos: la urgencia de escribir me irrita como una picadura de escorpión. Hacer el molde de una lengua de cera que en este momento se está fundiendo...Los monumentos lingüísticos del pasado, donde algo de vida perdura, algo no más consistente que un pálido aroma; sin embargo, lo más frágil es lo que dura... Le hablé del dolor de escribir, confiando a esa pobre ilusión lo que el cuerpo reclama de anónimo y ágrafo, el momento sin constancia irrepetible. La escritura es el fantasmal doble del cuerpo. La dicha y su fatalidad que sólo puede coronar el silencio. Foto instantánea de las palabras y su estela, donde lo humano objetiva su caducidad.
Como en la tristeza del sexo se reconoce el esplendor sin rostro de la finitud. Esplendor dorado y escarlata. Negro. Astillado sabor de mortalidad, prohibido a los dioses.
Mariposas oscuras girando alrededor de la llama, pardas polillas sedosas recubriendo mi corazón y el inútil, relampagueante triunfo de la belleza que ha sido desligada de un mundo significante, cambiando sus signos: una cuchilla asesina de valores.
La escritura me recuerda sobre todo la cena del soldado que va a entrar al día siguiente en batalla. La del condenado a muerte. Tal vez langosta Termidor, salsas exquisitas, champaña, esa conciencia con que se devoran a sí mismos, sintiendo que mañana no estarán. Escribir es ese acto reflejo del condenado a muerte. En la Ultima Cena se desveló el secreto de una conciencia irreductible, demasiado hostil a la vida para servirla. El Cristo dando a comer su cuerpo a las generaciones venideras sobre la Tierra; a lo lartgo de los siglos fagocitando la miseria que El iluminó.
Escribir me libera del miedo a mí mismo.
Yo entonces estaba haciendo los esbozos de una novela basada en los colores negro y rojo, no como El Rojo y el Negro de Sthendal, donde el negro simboliza lo oscuro de un corazón debajo de una sotana, lo impenetrable de un orden social, y el rojo, el palpitar de ese mismo corazón, el fuego de la pasión, el asesinato, la sangre. Los dos colores de mi proyecto literario aludían al amanecer, ese momento en que tout bascule, pivota alrededor de un eje imposible y cualquier cosa parece tener su asiento en la preñez de posibilidades del esplendor que se presiente. Tintas negras que se licúan y chorrean, lavando la cara al oriente, dejando ver una casi inaprensible claridad de luciérnaga celeste, antes de que los velos rosáceos pongan su jirón espectacular al acontecimiento: la lenta salida de un sol naranja y rechoncho, incapaz aún de derretir la escarcha del suelo, de hacer humear las praderas húmedas, de caldear la vida aterida. En ese momento chillaban un billón de pájaros, un viento fino frío estremece las más pequeñas hierbezuelas y la noche, de retirada, aún se agarra a la densitud de las copas de los árboles, del repliegue de las cornisas, del sucio emanar de los callejones... En ese momento mágico en que todo puede suceder, se sitúa el comienzo y el fin de la peripecia de mi héroe, él también un adolescente emparentado con la hora violeta, cargado de posibilidades.
Luis se acostumbró a venir todos los días a mi casa y, poco a poco, iba haciendo su vida allí. Mi hermano apenas pasaba por casa a la hora de comer. No sentía demasiada simpatía por Luis ni por nuestra extraña relación. También venían otros amigos, como Santiago, que se ponía a rugir como una fiera cada vez que Luis y yo iniciábamos una conversación filosófica o intelectual; derramaba el contenido de los vasos por la mesa, estropeando los dibujos de Luis y se retorcía la corbata de su padre, de color corinto, enroscada al cuello como un pañuelo. Todo ello era señal de su desaprobación hacia lo que él llamaba comerse el coco. Sólo le interesaba el juego y el momento, el sexo, la droga y el alcohol. Su tirria al auto-análisis era comprensible, tras haber pasado años en manos de doctores, psiquiatras y psicólogos, tras haberse arrojado de una ventana del tercer piso de casa de sus padres. A veces lloraba, con su tipo de pelele, de muñecón infantil, vestido con un camisón y una corbata, el pelo hirsuto, los gestos irremediablemente desmañados e inevitables: "Mi madre me pegaba mucho de chico, ¿sabéis?". Luis le consolaba con algo de su instinto paternal, pero a mí me molestaba casi siempre su presencia, tan negativa y destructora.
De las que no volvimos a saber más por mucho tiempo era de Elisa y Malena, que parecían haberse volatilizado. Luego supimos que uno de los ejecutivos que se habían ligado en el hotel las había llevado de viaje con él.
La tarde de un día festivo, paseábamos, Luis y yo, por las calles del barrio, rebosantes de gente, cerca de Casa González, cuando vimos en una plaza a un tipo mayor, gordo y brillante, seboso, apoyado en un coche de lujo, hablando con un grupo de chaperos. En un momento uno de los chicos dijo algo que no oímos y el gordo le largó un directo junto al ojo. Los otros chicos empezaron a armar bronca; el gordo se quiso hacer perdonar por el que había pegado y, aparentemente tranquilo, le tendió la mano, pero éste la rechazó. Los chulitos estaban cada vez más excitados y parecían querer tomar venganza: "Fuera maricones", gritaban. "No queremos dinero tuyo, hijoputa..." Luis y yo, que contemplábamos aquel deprimente espectáculo con una cerveza en la mano a la puerta de un bar, la apuramos y nos fuimos lo antes posible: "No te hagas nunca viejo", me decía Luis, "es lo único imperdonable".
Yo permanecí en silencio, preguntándome hasta cuánto podría haberle afectado esa riña que acabábamos de ver. Poco a poco, insensiblemente, había ido cediendo a mis caricias, aunque, sobre todo al principio, él se mostrara pasivo, sin querer por eso reconocerse en la palabra maricón. El aceptaba, a fuerza de ruegos y halagos, mi amor, pero seguía pensando en la frágil y dura Carmen, al la que veíamos de vez en cuando en el bar de Clara. Luis la rodeaba de solicitud, pero ella no parecía hacerle mucho caso; en cambio, conmigo hablaba animadamente de temas literarios, filosóficos, sobre el amor y la vida, etc.

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