martes, 21 de junio de 2011

La Masvida, Introducción.

A esa edad aún no había entrado a los paraísos del sexo, me decía. Siempre se abrían ante mí puertas y arcos que anunciaban el acceso al reino vedado: las fiestas de Tony, los clubes tenebrosos, los cines y billares. Pero una vez dentro, siempre faltaba la inspiración de la Diosa. Todo se consumaba entre la urgencia y la repetición.
Yo era un joven que paseaba solo por desoladas afueras, mirando a veces oblicuamente, con agujeros en los bolsillos, buscando una salida improbable: "No importa dónde. Fuera del mundo". El sexo era demasiado circunscrito a la finitud y el amor aparecía como algo demasiado oscuro y absorbente y había un salobre mar que atravesar para llegar a su orilla.
Pero la carne, como una gangrena, pululaba por los entresijos del todo bajo control franquista. En su camino recurrente llegaba a los más resguardados reductos: campamentos y sacristías, colegios y congregaciones piadosas. La leprosa carne, eterna mendiga, conformándose a veces con un trozo de espíritu.
Nunca penetré a los paraísos del sexo. Tal vez fui admitido a las antesalas, donde los cortesanos de la Diosa de la carne comparten su esperanza de ser admitidos a ella algún día. La Diosa tiene su reino en las playas exóticas de las islas del Sur, sus apariciones mágicas en los reflejos de las pantallas de cine... No podía ofrecerle más que el deseo intenso de ser tomado por ella. Con el deseo como ofrenda y la ignorancia como señuelo, deambulaba en su busca. Pensaba dedicar mi vida a esa ambulación que, según Bretón, es una actividad surrealista en sí.
Afiliado al batallón de la carne, internacional del sexo gratuito, a la iglesia de las catacumbas sanitarias, donde se oficia la ceremonia del placer, increíblemente transmitida. Fidelidad jurada a un país perdido, la bandera recamada de furtivas exudaciones y permanganato...
Pero algún día, pensaba, me tendrá. Ella tiene su trono de caramelo tras una cortina de noche. Lamentable y magnífica, me mirará con ojos infinitamente comprensivos, que todo lo traspasan. Como bolas de metal fundiéndose, de animal enfermo.
Esperamos el día en que todo se reduzca a ella misma, en que sea la moneda de todos los intercambios. El día en que la carne triunfe definitivamente sobre el amor. Mientras tanto, ella alienta a los conspiradores. Ahora, como diosa exiliada, asoma a veces a la rota balaustrada de las perspectivas imposibles...
La bodega que olía a heces de vino. El dueño adiposo, de cara alcohólica, siempre sentado, vigilante, junto a la caja. Pedíamos botella tras botella, sentados a la mesa del rincón, la que reservaba el que llegaba primero. Recuerdo tu cara untada de potingues, tu extraño acento, mezclado de palabras el alemán. Ibas o venías de la costa, siempre detrás de tu obsesión de hacer de extra en alguna película del espaguetti-western almeriense. Te obsesionaba también tu juventud, que se iba, el caudal de tu belleza, que se devaluaba ante la indiferencia de los productores y directores de casting, y te aferrabas a todos aquellos remedios, cremas y lociones, con que intentabas detener la huella del tiempo.
LLegaba la época de tus fiestas de cumpleaños. En el ambiente eran famosas. ¿De dónde salían todas aquellas gentes? Un edificio a medio construir en la vieja calle, cerca del río, sin luz eléctrica. Todo lleno de escaleras, cuartos vacíos, terrazas. Sin enlucido ni pavimento. Gente clandestina que se acercaba por la noche, dando una contraseña a la entrada. En cada habitación, un montón de colchonetas en el suelo, bebidas y disfraces a la luz de las velas y en las colchonetas, gente retorciéndose, desnudos, unos sobre otros. Conseguí deshacerme de tu cerco de caricias y me lancé en busca de aquel chico de piel aceitunada a quien también llamaban la Gitana. Lo localicé en una de las colchonetas y me lancé en su persecución. Pero había allí tantos cuerpos entrelazándose, tantas piernas y sexos, tantas bocas y manos, que era difícil personalizar en la confusión de los roces, los jadeos y espasmos, las risas y los susurros.
Eran tus intentos de recrear las bacanales romanas, como decías. En las otras habitaciones había tipos que bailaban disfrazados de mujer, al ritmo de las coplas andaluzas. Manolo, aquel muchacho que trabajaba en una gestoría, hizo en tu honor la Danza de los Siete Velos...
No había nada por qué preocuparse en aquella época, más que beber, hacer el amor y conseguir algún dinero para comprar droga. Los padres ponían la comida, la ropa y la cama. Sólo había que aguantar las recriminaciones de cuando en cuando. Prometer hacer algo, acabar los estudios de bachillerato, buscar algún trabajo o dejar de pedir prórrogas para irse a la mili.
El único contraste con tu vida fantasiosa de orgías y droga, era el remanso de paz del cuarto de Eduardo. Allí, con sus libros, la música de su anticuado tocadiscos, sus termos de té y sus poemas, me refugiaba cuando lo de afuera se volvía demasiado proceloso. Aquel cuarto siempre cerrado tenía una atmósfera enrarecida y dulzona, artificial y decadente, como sus tés con pastas y la música de pianos. Tú pasabas allí el día entero. Sólo salías para comer o a tus incursiones en territorios nocturnos y peligrosos, cuando tu personalidad se desplegaba en otra levemente escarlata y negro. Ibas siempre con Miguel, aquel muchacho tímido que trabajaba en un almacén de ortopedia. Hacía ya tiempo que habíais dejado de ser amantes, pero el amor se había prolongado en una fidelidad que por su parte tenía algo de perruna.
Por entonces recuerdo sobre todo la mixtificación que te gustaba dar a tu persona: los nombres falsos que dabas a las gentes, las aventuras que inventabas. LLenar de colillas (tú, que no fumabas) el cenicero del cuarto, para hacer creer a Miguel que acababa de marcharse un amante secreto.
Te conocí tantos nombres y personalidades. Eras el Hans Castorp de tu cuarto blanco, Juan Ramón en el sanatorio de la sierra, un Vallejo macilento en un París como un sueño de acetileno, negro de la tristeza que envolvía sus huesos como una red filamentosa. Recuerda nuestras excursiones a Medina. El grito del pavo real en sus jardines. Ese grito ronco, descompasado, como crujido de la rama que se desgaja, de la cuerda que salta con un lúgubre estertor... cómo ese grito de animal en celo nos parecía sobrecogedor y grotesco. El agua del río, crema de podredumbre, se sumía hacia el poniente, batida por alas de ave. Y nosotros nos inclinábamos sobre ella para ver en su germinación elevarse, impalpable y letal, la emanación de lo que nos exiliaba.
Estos son algunos de los agridulces recuerdos de mi primera juventud. Recuerdos del vicio que ha echado sus raíces a mi lado, me acompaña y me ahoga. "El vicio es el mal que se hace sin placer" (Colette). Cuando todo nos abandona, después de cada desgarradora despedida que nos hacemos a nosotros mismos, sentir aún esa obstinada compañia de la costumbre... esa fidelidad a un vicio que nos trasciende, nos sorbe, ese mecanismo en que se disuelve nuestra fundamental incapacidad de optar. Tonto, estéril calvario de un yo sacrificado a su afirmación repetitiva... El vicio que nos clava, como la mariposa en manos del coleccionista, a un instante que se quiere único, al torpe infierno de la involución.
La historia de mi vida no puede ser sino ucronía y utopía, marcada centralmente, como está, por la vuelta recurrente de esa autoconcepción, a la vez determinada unilateralmente y abierta a la única trascendencia, aquella en la que lo no yoico, el sexo, juega, atormentándolo, con nuestro deseo de identidad.
Comprenderlo todo es perdonarlo todo. Esta afirmación queda invalidada por su referencia implícita a una visión unitaria de nuestro ser moral. Si la acción alcanza su sentido moral es por esa perspectiva unificadora en que nos coloca el pasaje a lo ejemplificador, lo general. Pero en nosotros subsiste siempre, ardua e irreductible, la elemental presencia del cuerpo, su inocencia, el revés de todas nuestras traiciones. En la vida no queda sino alejarnos cada vez más de él. Y el vicio, esa referencia a lo inmutable, no busca dialogar con el cuerpo en su plano más genuino. Que el cuerpo nos perdone el obligarle a acompañarnos en nuestro pasar por el tiempo, reconociéndonos fatalmente en él.
Luis, Eduardo, Malena. Vuestros fantasmas desfilan, con su disfraz de palabras, el pasaporte de un mundo nebuloso, de un país de arena. (El signo alzándose para evocar y conjurar la cosa. El signo contra la cosa. "Placer amargo de sustituir el gesto al acto").
La sombra cae por el camino que nos empuja en la dirección cierta. El único camino que se transforma bajo nuestros pies. Marchamos en el bus por indiferentes tierras marrones, roñosas huertas, flacos árboles que dejamos atrás, siempre atrás, sin preocuparnos demasiado de ellos, sin verlos demasiado. A veces, una figura inclinada sobre la tierra parece absorber todo el reflejo mate de la tarde desterrada, dejada atrás también, mientras vamos por la autopista sin cambio de sentido. En el reflejo sordo, plomizo, del asfalto, bordeado de tímidos matorrales, cartelones de fulgor metálico nos acercan las ciudades.
Sus nombres repetidos dibujan el croquis de una geografía de la huida. La noche cae. Desde la cercanía las luces de la ciudad tienen el engañoso aspecto de una feria acogedora. Adivino las sombras moviéndose en los parques.
La sombra cae. Me pierdo en las calles de una ciudad cualquiera, absorto en el magma sin reflejos. El gris me penetra en los huesos. ¿Qué nos congregó en la haz del tiempo, ignorantes dilapidando significados?... Sólo una nada geométrica entre la fascinación hipnótica del futuro y el miedo, recogiéndonos al pasar como una candela que se funde...
Mi canción murió en el horizonte repetitivo de un fulgor limitado, pequeño y conciso. La explosión en la superficie del élitro.

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