jueves, 23 de junio de 2011

La Masvida, XXI.

Estuvimos toda la tarde caminando por la línea de la playa, bajo el sol, azotados todo el rato por un viento del Estrecho, cuyo zumbar y aullar continuos se instalaban dentro del cráneo. En todo el tiempo no vimos a un ser humano, ni una barca o siquiera un perro, nada más que bandadas de pájaros blancos disputándose una carroña. Sólo poco antes de ponerse el sol divisamos un trozo de carretera tan solitaria como todo lo demás y junto a ella lo que parecía un pueblo abandonado de pescadores: miserables casuchas relucientes de blanco bajo el sol hasta espejear, con techos de caña. Nos acercamos. La arena lo había invadido todo, como un polvo insidioso que aspirara a borrar toda obra humana y su recuerdo. Se veían trozos de redes, remos partidos y cuadernas de barcas descomponiéndose. Ya nos íbamos, siguiendo la carretera en espera de que algún coche nos recogiera, cuando oí una música que salía detrás de aquellas casuchas: un sonido de canción popular, aflamencada. Había un bar abierto en aquel sitio. Con la entrada cubierta con unas espesas redes como cortina. Entramos. Unos pescadores descalzos que bebían grandes vasos de vino nos miraron con algo de recelo y sorpresa. Una matrona gorda servía en la barra.
Había una máquina de discos de la que salía la música. Yo pedí un café y ví cómo la mujer entraba en la cocina y confeccionaba un café casero, sin máquina exprés, echando el polvo molido sobre el vaso en un artilugio que se llama grillera y volvió trayéndome un brebaje de color indefinido, con posos negros. Nos preguntaron dónde íbamos. Se rieron cuando les dijimos que veníamos de Conil y llevábamos todo el día andando por la playa. Seguramente nuestro aspecto debía ser cetrino, despeinados por el viento, requemados y tostados por el Sol.
Ya el poco camino que quedaba lo hicimos por el arcén de la carretera y llegamos a las Calas poco antes de que oscureciese. Allí sólo se veía una ancha calle a ambos lados de la carretera, muchos bares y tabernas, etc... Nos lanzamos a comer algo en una hamburguesería porque teníamos hambre y luego a recorrer las calles del pueblo, emborrachándonos mientras buscábamos pensión. Se hizo noche cerrada y no habíamos logrado encontrar un techo donde cobijarnos. Yo estaba vagamente inquieto, el cielo nocturno estaba velado de densas nubes que no dejaban ver los astros y una atmósfera cargada presagiaba una tormenta. Luis me decía: "No te preocupes. Mañana iremos a las Calas y veremos las cascadas y las playas nudistas". Mientras seguíamos buscando había empezado a llover con fuerza. Volvimos al primer bar, calados hasta los huesos y le contamos nuestra situación al tipo que nos había servido: "El único sitio libre es el hotel de apartamentos, pero una habitación doble os costará seis mil pesetas la noche". Era casi todo lo que teníamos. Empezaron a verse rayos y a resonar truenos. Eso nos acabó de decidir.
Fuimos al hotel, que estaba a la entrada del pueblo, bajo la tormenta. En él sólo había algunos guiris amargados por el tiempo. LLevábamos nuestra botella de whisky (para no tener resaca). No recuerdo ya de qué hablamos esa noche en que no dormimos apenas. El subidón del whisky es el más fuerte que conozco, excepto algunos aguardientes delirantes, como la absenta... Nos instalamos frente a un gran ventanal del salón, viendo la sucia lluvia y el mar a lo lejos, congelado en su negrura.
En la noche, en medio de aquel negror como de tinta de mar y cielo mezclados, pasaba un barco, se veía su lucecita trazando un invisible camino, lejos de la guía de los faros. Luis y yo, juntando nuestras cabezas bajo la manta, nos quedamos mirando aquel punto que se alejaba y nos dejaba allí clavados. Bebimos otro trago de whisky y Luis dijo: "Seguro que el que va en ese barco es el capitán Nemo" y, alzando la botella, lo saludó diciendo: "Adiós, capitán Nemo, adiós...". Yo recordé el cuento de Maupassant, el Horla, ese monstruo invisible que salta desde un velero brasileño hasta la terraza del observador que lo ha saludado. Pero esta vez sería sin duda sería un elemental cálido y simpático el que viniera a compartir la botella con nosotros... Los ojos de Luis brillaban con la bebida y su aliento alcohólico me rozaba. A pesar de todos los inconvenientes de la jornada me sentía bien. Era casi feliz.
Seguimos nuestra verborrea de alcohólicos y siempre la literatura, siempre: lucha contra el ángel, como Jacob, hasta arrancarle una bendición, o una maldición. Contigo mismo, como el caballero verde en la floresta; róbale a punta de espada el secreto de tu alma. Escucha la sorda imprecación de este mundo mendigo, apostado al umbral del banquete de tu juventud. Abrete paso con tu sexo por su masa de queso fundiéndose. No pidas compasión para ti, porque su hedor y su perfume te atraparon como una mano enroscándose en tu tobillo al pasar y acepta que has vendido tu alma al diablo de lo Inútil que te fascina con sus vidrios coloreados, los abalorios de una infancia que ni se sabe desposeída.
La literatura, ese lugar qui n'existe pas, la Antitierra en el revés del mundo, poniendo el girón de su niebla al lamentable Rey Mendigo. El mundo hacia el punto de no resolución: el vórtice donde la temporalidad se anega y se crea.
En la redacción terrestre se compone la primera plana del Reino Nuevo: Homero viste un traje años treinta, con sombrero flexible y anchas solapas. La palomita queda oculta por su poblada barba. ¡ Dante contemplando la geografía del Infierno en un espectáculo de music-hall! Cervantes relata ante el micrófono la llegada del hombre a Marte (Cervantes ya lo dijo todo: para ser moderno hay que estar loco. Mejor ser intemporal. O intempestivo, como el loco de Sils María).
Todos los héroes se han reunido en el desván de las imposturas: por más tiernos que nos parezcan con sus gestos de grandeur sus discursos son planetas girando alrededor de un centro imposible.
La literatura de verdad es una llamada general a la movilización contra el Destino, una invitación al Imposible.
La tierra aprés le Deluge de tinta: los profetas del Antiguo Testamento se presentan. Han recogido su huesa de las fosas comunes y la traen recogida bajo su barba inmortal. Ellos infectaron la tierra con sus torcidos recurrentes, manando de derecha a izquierda por los poros blanqueados de la piel de vacas muertas. Gimoteando y llorando. Gritando a los políticos instalados en los consejos de administración del posibilismo amarillo, los devaluados sanedrines de Jeová. Secos profetas enloquecidos y los hijos de los profetas, comiendo miel y saltamontes silvestres, limpiando la roña de sus pies con una pluma de cuervo, alojados, por la noche, en el vientre de húmedas cisternas. Secos cómplices de la desolación y de la destrucción. Guiando al pueblo a la cima candente de la aspiración inmortal...
Locos y asesinos, ladrones como Genet, han cortejado y mancillado a esa vieja puta, siempre afeitada, de la literatura. La han forzado, sodomizado, conquistado por unas horas de eternidad, al precio de unas vidas. La han escupido e insultado, como el adolescente de Charleroi, Príncipe de las Ardenas, que prefirió el oro, el tráfico de esclavos y las putas negras a esa merde de literatura. Su maldición la ha marcado para siempre: lo sabían los poetas locos, esquizofrénicos, sodomitas, alcohólicos de la Generación Beat: Ginsberg queriendo excavar el vientre de su madre muerta, ser el cuervo que entona su fúnebre Kaddish, Ferlinghetti en el manicomio, Kerouac huyendo en viejas limusinas por las anchas Highways de U.S.A., carreteras que no llevan a ningún auténtico lugar, un lugar habitable, donde construir una humilde choza, como Pedro, en un rincón no muy próximo, pero presente al Milagro...
Poetas, ladrones, embaucadores, Villon, asesinos, Cellini, orfebres, degenerados, Wilde y Verlaine, imagineros de la muerte, de los sueños poderosos e inanes: Dalí, Brueghel, el Bosco... borrachos como Keyyam, que sólo entraba en las mezquitas para robar algún bello tapiz, opiómanos como Cocteau, que se introducía en la bañera de la que acababa de salir su amante negro sin cambiar el agua...
Poetas sociales, precursores del socialismo: Zola, Victor Hugo, Fourrier, Campanella... yo os maldigo... Poetas laureados de la forma épatante bajo la que se esconde la putrefacción : Eliot, Claudel, yo os maldigo con la maldición del campesino de las Ardenas...
Si la literatura no sirve para cambiar la vida, para hacer descender la Centella al Omfalos del mundo, mejor el oro, el tráfico, el comercio o, mejor aún, la destrucción, el fuego...
Al día siguiente, ya sin dinero apenas y, como además, continuaba lloviendo, Luis y yo partimos para la ciudad, sin haber visto las cascadas ni las calas llenas de cuerpos desnudos.

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