jueves, 2 de junio de 2011

La Masvida, VI.

-¿Qué te apetece beber?
-¿Qué tienes?
-Nada. Bajaré a comprar.
-Me apetece champán.
-Bajo al super. Dúchate si quieres y ponte mis ropas. Tira ese asqueroso uniforme. ¿Tú traes algo que coloque?
-Traigo pastillas.
-Bien. Las probaremos.
Bajé al supermercado cercano y compré dos botellas de Freixenet Carta Dorada. Al regresar llené unas copas, mientras Luis se duchaba con la puerta abierta.
Desnudo bajo el agua, su piel brillaba, tostada por el sol de Canarias. Le ofrecí el champán que él recogió alargando un brazo bajo el agua que caía. Al acercarme contemplé su cuerpo. Pasé mi dedo índice por la línea de sus hombros, sus clavículas, el pecho, mojándome yo también. Bebimos en la misma copa. Allá abajo su sexo temblaba en su nido de vello oscuro.
Conseguí robarle un beso húmedo y alcohólico, en el que sentí sus dientes chocar con los míos y arañarme las encías. Luego, para disipar la tensión del encuentro, se apartó de mí, salió de la ducha y se puso a bromear mientras se secaba.
Nos tomamos las pastillas, reduciéndolas a polvo que mezclábamos con el champán. Eran unas llamadas Torinal, o algo así. Un remedio contra el mareo, como después supe.
Luis no quería hablar mucho del cuartel, su vida allí. Sólo repetía que no volvería. LLamó a su casa y dijo que iría al día siguiente, ante el cabreo de su madre. Luego, en otras ocasiones, diría que el siquiatra le había recomendado estar fuera de su casa, a ser posible con un amigo.
Nos fue invadiendo cierto torpor, cierta pereza. Se iba haciendo de noche alrededor del piso, en el comedor donde estábamos. No sé de qué hablamos, mientras nos lo permitía el puntazo de alcohol y las pastillas. Mi mente sólo retiene alguna osada declaración juvenil. Luis me decía: "Yo no creo en el Cosmos. Creo en el Caos, como los griegos". Yo: "Hay tantas realidades como pueda uno inventarse". Y, efectivamente, todo era caos y realidades inventadas, pero en nuestros cerebros. Nos íbamos sumiendo en la inconsciencia y la incoherencia. La conversación se volvía torpe, entrecortada.
Entonces sonó el timbre de la puerta. Salí a abrir. Era Malena. Al ver a Luis se desató su gesticulación histérica ante la impasibilidad un poco plúmbea de él.
Contó que se había peleado con Elisa, su acompañante habitual, y buscaba sitio donde dormir, ya que no podía regresar a su casa. Hasta entonces había compartido la pensión y la cama con la argentina, apurando todas las casas de alojamiento del centro, pues se marchaban de los sitios sin pagar.
Sacó una pella de haschisch y nos hicimos unos canutos. Al poco nos fuimos al dormitorio. Juntamos los catres y nos echamos los tres. Yo, acostado junto a Luis, le acariciaba el pelo. Malena, que iba un poco más sobria, hablaba sin parar, saltando de un tema a otro.
Tenía un deje y un vocabulario barriobajeros, agitanados, aprendido en su trato con camellos, quinquis y navajeros. Pero, bajo esa pátina dejaba traslucir algo de su origen medio burgués, el hogar de un conocido médico. Hacía poco que se había marchado definitivamente de casa: "Mi padre me bronqueó. Mi padre me llamó pelandusca y me dijo que no volviera por allí.", nos dijo.
Luis intentaba meterle mano a Malena, mientras se dejaba acariciar por mí. Pero ella pasaba de historias y le fastidiaba la insistencia de Luis. Nos echó una última mirada fulminante, y nos dijo: "Consolaos sin mí". Y se fue dando un portazo.
Luis y yo nos quedamos sumidos en una especie de somnolencia embrutecedora, de torpor animal. "¿Qué eran esas malditas pastillas?", dije. "las compré para el mareo en el barco", me contestó. Yo creía tener un enorme agujero en el vientre y la cabeza llena de plomo fundiéndose.
Aquello era estúpido, triste y mezquino. Ese era nuestro reencuentro. El oscurecimiento de mi mente me abocó a la obsesión de practicar el sexo con Luis. El declinaba, yo me frustraba. La noche caía, con las luces apagadas, la cama y el piso en desorden. Las ropas militares de Luis esparcidas por el suelo, botellas vacías rodando, intentando hacer el amor a toda costa, por encima de mi cuerpo, que no podía, de la voluntad de Luis... Cesé en mis esfuerzos y me hundí un poco más en el fango de aquella situación.
Al cerrar Malena la puerta parecía haberse ido la última oportunidad de vida, la única salida de este limbo, pesado y agobiante. Dormir, dormir un sueño de bestias cebadas, ahítas de droga y desconsuelo...
Así estuvimos largo rato. De pronto, la voz de Luis me despertó, gritando mi nombre. Me arrojó agua a la cara. "Salgamos", dijo. "Vámonos a la calle".
Esa desesperada llamada tuvo éxito. Cerramos la puerta a nuestras espaldas y bajamos los escalones saltando sobre ellos. El aire abrileño nos golpeó la cara. Teníamos hambre. Fuimos a una hamburguesería del centro. El comer nos despejó. Luis me dijo: "Vámonos de aquí, larguémonos al mar. La ciudad está imposible". Acordamos que iríamos a las Calas la próxima semana, que era Semana Santa. "Vamos al barrio", dijo Luis. "Necesito ver gente". Echamos a andar en dirección a esa zona de marcha, frecuentada por nosotros, cuando, muy deprisa, con la boca anhelante y los ojos desencajados, vimos venir a Elisa, la argentina. La recogimos y nos la llevamos. Se había tomado un volcán. Vagaba con su macuto rosa a la espalda, al parecer sin dirección premeditada.
Era flaca hasta los huesos, afilada y morena, con el pelo cortado como un hombre. Recuerdo que la primera vez que la vi en el Patio, vendiendo droga, la tomé por un travesti.
Ella estaba muy animada y dispuesta a cualquier marcha con el ácido que se había tragado, pero antes de aceptar nuestra invitación a tomar una botella en la bodega Casa González, debía ir a un sitio: "Tengo que ir a la Plaza del Rey, a ver al tipo que me dejó las píldoras para vender. Tengo que devolvérselas".
La plaza estaba en el centro geográfico de la ciudad. Era una plaza no muy grande, de edificios con sucias fachadas, tiendas y unos grandes almacenes. En el centro, un monumento a un prohombre y alrededor jardines y unos bancos. Circulaba por ella mogollón de gente que iba y venía con paquetes o bolsas en las manos. Entre los jardines, los chaperos bajaban a los urinarios.
Viejos carrozas hacían corro en los bancos o seguían al meadero tras los chulos a inspeccionar la mercancía. Había chorizos, descuideros, gitanas que vendían claveles, camellos, hippies ofreciendo baratijas... De los grandes almacenes salía una música chillona y enervante, cortada por reclamos publicitarios. Todo parecía convulso y conmocionado. Elisa también. Su energía nos arrastraba: "Hay un tipo al que conozco del Patio. Es un taxi-driver. Me dejó anoche unas píldoras para vender. Un negocio fifty-fifty. Pero sólo he vendido una y otras dos me las he tomado yo. ¿No queréis vosotros?, a talego cada una".
No teníamos pasta. "Tengo que devolverle el resto y darle dos talegos". Estuvo mirando por la fila de taxis aparcados en la acera, pero el tipo no estaba: "Lo veré esta noche en el Patio", dijo.
Fuimos, andando muy deprisa, a la bodega. En la puerta estaba Malena. Nada más verla, se dirigió a Elisa, gritando su nombre. Se abrazaron como si hiciera mucho tiempo que no se veían. Se acariciaban el rostro, reían. En realidad era una reconciliación. La noche antes, en el Patio, Elisa le había propinado una bofetada, cuando Malena iniciaba una bronca con unos tipos. Sacó un ácido para ella. Se lo tomó. Desde entonces estuvieron siempre juntas, vagando por la ciudad, hasta la marcha de Elisa.
Realmente los ácidos eran pura anfetamina. Elisa tenía ojos de loca, con tanta droga en el cuerpo, sin comer ni dormir apenas, moviéndose y hablando sin parar. Tan frágil y macilenta, parecía que toda esa energía nerviosa fuese a cortocicuitar de un momento a otro. Había un corro de gente sentados en la acera, mirándolas con indolencia mientras se pasaban las litronas.
Unos tipos se acercaron a ellas, queriendo sacarles un ácido. Elisa, con su vozarrón y sus ojos furiosos, se deshizo de ellos.

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