viernes, 5 de agosto de 2011

La Masvida, XXV.

(Releo lo escrito en este capítulo y no encuentro más que regurgitación de un rencor mal digerido. Aún hoy, si viera casualmente a Luis por la calle, sentiría dolor y rabia en el alma y en el sexo... ¿Quién de los dos puso más en el plano inclinado hacia lo abismal? Yo debo confesar que lo arrastré a la bebida y a la droga, aunque él parecía estar bien dispuesto a aceptar los antiguos excitantes para convocar al Genio. Yo le alenté en su creencia de ser un genio en potencia, lo mismo que yo... Infantilismos. Y el amor ¿Acaso no lo veía yo como un devorarse mutuamente, como una complicidad fuera de toda norma y de toda regla, algo que desclasa, que margina, que hace olvidar el mundo, la familia, los amigos, todo tipo de deber y obligación. Un paso más, el más poderoso, hacia la cima del encuentro con una divinidad perdida...?)
Una noche que dormíamos juntos, lo vi levantarse de la cama y encender la luz del baño. Al cabo de un rato me levanté yo también y lo vi reflejado en el espejo del lavabo, a través de la puerta entreabierta. Estaba con una cuchilla de afeitar en la mano, acercándola, con gestos tímidos y rápidos, a su muñeca izquierda. A cada pasada rozaba un poco la piel y al cabo había conseguido hacerse algunos cortes superficiales de donde manaba algo de sangre. No pude decirle nada para detenerlo. Cuando reparó en mi presencia me dijo, mirándome con ojos muy abiertos: "Si me sucede algo, avisa a mi madre. En el comedor te he dejado el número de teléfono". Dio un tajo más profundo y la sangre empezó a correr más abundante. Luego, como un sonámbulo, aplicándose una toalla a la herida, se sentó en el sofá, mirando al vacío. Yo acudí al teléfono y hablé con su madre: "Venga, por favor, Luis no se encuentra bien". Luego llamé a un médico de urgencias. Esperamos sin decir una palabra. Vinieron los dos, la madre y el médico, casi a la vez. El doctor curó algo la herida, que no era muy profunda y al informarse de que Luis pertenecía al ejército, llamó a una ambulancia y lo condujeron al hospital militar. La madre le acompañaba. Yo me quedé, pretextando tener trabajo al día siguiente, pero la verdad es que no tenía valor para acompañarle. Eran cerca de las seis y media. Estaba amaneciendo.

lunes, 11 de julio de 2011

La Masvida, XXIV.

Luis iba por comida a casa de sus padres y volvía con bolsas cargadas de latas y siempre alguna botella de licor o de Rioja. Los padres habían aceptado aquella situación, el hecho de que viviera conmigo suponiendo, como Luis les había asegurado, que era lo mejor para su estado psíquico no convivir con su familia.
Mi hermano había huido a casa de un amigo y el piso estaba sucio, atestado de restos, las camas en desorden, sus pinturas ocupando la mesa del comedor y estaba como electrizado de una atmósfera cada vez más amarilla, como nosotros la queríamos, hecha de consumación y futuro volatilizado ante el atónito papel de las paredes. Esperábamos que el destino pasara sobre nuestras cabezas y dejara caer en ellas su cagada de palomas, el excremento que haría germinar mágicamente nuestros embotados cerebros. Mientras tanto, seguíamos torciendo el hilo descoyuntado de nuestro nuevo amor, cada vez más hecho de sexo y la tenue neblina de las palabras puntuando sin cesar los irremediables desvíos.
Su cuerpo, que era para mí la antena de los fluyentes deseos entre el cielo y la tierra, al hacérseme más familiar, iba liberando su terrestre destino ante el mío, entre suaves espasmos, cuando sus ojos giraban por el aire del cuarto, buscando al gran pájaro algodonoso que acunaría su alma entre las plumas del pecho hasta el encuentro con la dulce muerte. Conocía ya el secreto de la trabazón de una articulación, la previsible onda que recorría su vientre y el ascender del pecho, dulcemente rendido de oceánica infinitud. ¿Qué decir, aparte la retórica? Disponibilidad sabia. Todo consumado entre la fruición y la vergüenza. Y eran sólo momentos.
Cómo era Luis: no muy alto, robusto. En su rostro redondo destacaban sus grandes ojos negros, llenos de luces súbitas, la nariz recta y grande, los labios gruesos. Sobre él, el desorden de sus cabellos negros rizados. Su cuerpo se expresaba con impensables flexiones, abandonando a veces una mano o una pierna, contradiciendo la solidez de su tronco y de su cabeza. La tranquilidad y el arrebato esparcidos por el mapa de sus articulaciones florecientes. El agua quieta y sombría de su mirada a veces daba la impresión de celar un secreto banal, si no fuera por el asomo de dolor que también la removía. Recuerdo especialmente sus manos, grandes y huesudas y el gesto que tenía en ocasiones, alzando la derecha para aseverar algo, mostrándola de perfil a la altura de los ojos, que miraban con intensidad, mientras sus labios se proyectaban con fuerza, como para subrayar las palabras.
Sus frases-muletilla: "Es un chollo, tío, un chollo, ¡Qué desastre...!", el gesto con que sumía la nuca en el cuello alzado de la chaqueta, como inhibiéndose de algo. La tersura de sus labios al reír, sus dientes perfectos. El metal claro de su voz de niño, alterado por la vibración oscura de la masculinidad.
Andaba a grandes zancadas, firmes, con el tronco erecto y como desatendido del movimiento de las piernas; se derrumbaba en un sillón, desparramándose, en abandono, echando atrás la cabeza, dejando ver su nuez prominente, abandonando sus extremidades que parecían tomar una vida propia, non chalante y ajena a él. Se retorcía por la alfombra como un chiquillo, como expresando en un baile caído lo que sus palabras no lograban. Ocultaba la cara en el suelo, removía los hombros y caderas, serpenteando, con las manos plegadas bajo su vientre y, cuando acababa aquel movimiento, alzaba el rostro y me lanzaba una mirada en busca de comprensión.
LLegó el verano quemante y se instaló el desamor. ¿Qué decir sobre el sexo sin amor, de las desesperaciones de verano, que fluyen como un magma caliente y lechoso, dispuesto a borrar la creación, caída en una laguna tibia y fétida? El ardor que lleva al padre de familia al crimen, al preso a abrirse las venas en su celda. Todo lo que está fuera del alcance de los amantes, que tienen su infierno particular: el monstruoso amor de gestos finitos y deseo ilimitado...
Todo esto es para decir que otro verano había llegado (a Luis le habían concedido una prórroga de permiso en el ejército), y con él todas las maldiciones en una ciudad sureña, caldeada por el siroco que viene de África. En una ciudad y un clima así, los preceptos morales quedan en sordina, lo fisiológico oscilando entre la exaltación y el muermo. El ardor, que se te pegaba a la carne, como una fiebre, se correspondía con un ansia de lo sensual, pero esta sensualidad era excesiva, llevaba marcado al rojo el sello de lo apegado a la tierra y su inconstancia: la flor que nos atrae con su olor y su ropaje, sólo espera al insecto que haga posible su fecundación. El calor todo lo convertía en ciénaga y miasma. Del suelo, de las fachadas, brotaba una reverberación, como un gas sutil que estrangulaba y asfixiaba. Dolían los colores exaltados en la retina, sofocaba el asfalto, de un negro aún más funeral, y pesaba hasta lo indecible un cielo como una cúpula de cobre pintada de azul añil sin una nube, ostentando en su clave el ojo diabólico del Sol, que delataba toda arista y toda sombra, inmisericorde.
Luis y yo seguíamos nuestras vidas, que se combaban penosamente hacia el desamor y el olvido...
A veces jugábamos a hacernos daño. Una palabra repetida sobre los acontecimientos de la jornada era usada como arma entre nosotros, repetida una y otra vez, hasta que detonaba con su fuerza explosiva. Nuestras prácticas sexuales nos envilecían cada vez más. "Deshumanizarme es mi tendencia profunda", ha dicho Genet, o esa era al menos nuestra voluntad. "Nostalgie de la boue"... Pensábamos en el artista monstruoso cuyo arte es una giba orgullosamente paseada entre los omóplatos.
Un día, al volver al apartamento, vi sobre la mesa una hermosa copa de cristal tallado, llena de vino y una botella de Rioja casi entera a su lado. Había una nota que decía: "Bébetela a mi salud. Volveré luego. Hoy es mi cumpleaños. Luis". A la noche, cuando regresó, me dijo que había puesto en el vino un afrodisíaco para animales. Aunque yo no me notaba nada especial, su gesto me irritó. En la cama, no quise hacer el amor. La atmósfera se fue cargando de reproches mientras discutíamos y, en un momento, Luis acercó a mi antebrazo la punta encendida del cigarrillo que estaba fumando. Yo lo resistí sin decir nada ni hacer ningún movimiento. La quemadura apareció, roja y reluciente. Su marca me dura aún.
Entre nosotros se establecían pueriles competiciones por beber más que el otro. Una tarde, en medio de una paranoica conversación, vaciábamos botellas pequeñas de Anís del Mono, que comprábamos en la taberna de enfrente. Cuando la acabábamos, salíamos por otra, ante la sorpresa del dueño que, a la cuarta, se atrevió a preguntar: "Pero, ¿Ya ha caído la anterior?".
Otra vez, tras una discusión, como vivíamos cerca del barrio de las prostitutas (yo había dejado mi barrio de conventos y casas ruinosas y había alquilado un pequeñísimo apartamento en la calle de la Sal), aunque la calle estaba discretamente apartada del tráfico humano, Luis salió dando un portazo y a la media hora volvió con un marinero de uniforme blanco, con la idea de que se acostara con los dos. Me negué a hacerlo, pues sabía que lo había traído por despecho y, dado lo pequeño del piso, no pudieron hacerlo ellos dos, aunque se revolcaron un rato por la cama. Pero mi presencia les molestaba. Yo me había negado a irme a la cocina, el único lugar desde donde no se veía la enorme cama de matrimonio con molduras blancas que nos había regalado una amiga y que ocupaba ella sola casi todo el dormitorio. Otra vez fui yo el que, como llamaran a la ventana de noche unos amigos de Malena, salí con una bata blanca y les pedí que se fueran porque estaba con una chica: "Lo comprendéis, ¿no?", les guiñé. Al enterarse Luis, saltó de la cama desnudo, tapándose con una sábana, para mostrarse y dejarme en evidencia.
Una tarde que me había abandonado, me fui cerca del Patio y lloré mi desconsuelo entre los hierros retorcidos de una vieja estación de ferrocarril. Desde el Patio me llegaba el canto plañidero de una gitana: "El anillo que me diste, ay, lo tuve puesto tres días: sábado, domingo y lunes, ay".
Con estruendo de hierros trenes negros pasaban en la noche junto al río y la noche tenía un sabor metálico, a orín y a cosa perdida. El olor del río era como el del amor corrompiéndose. En el Patio y en el bar de Clara la gente seguía...
Cuando me hube serenado un poco, miré hacia arriba, pero estaba nublado, no se veían estrellas. Oía el fragor de los trenes-tranvía y se me metió en la boca un sabor metálico, a hierro mohoso, oxidado, a clavos punzantes, a grasa y a cristales rotos... Veía como una niebla y detrás de esa niebla estaba yo, con mis ansias y mi tormento, mi amor y mis celos, mi infierno propio y mi aspiración o remembranza infantil del paraíso. Pero no podía llegar a mí a través de la calina, blanquecina y suntuosa. Sentí que un destino ciego tiraba de los hilos de mi vida, haciéndome mover como una cristobita. La impotencia era mi espejo, la rabia contenida mi manto de negrura. Odié. No sabía a quién...
Luego pensé: "Tengo que dejar a Luis. Ya hemos avanzado bastante en el declive de la auto destrucción. Pero no sé cómo... cómo empezaría una vida sin él. Estoy demasiado hecho a sus gestos, demasiado acostumbrado a sus palabras y a su cuerpo... ¿Y él? ¿Qué querrá? ¿Me quiere? ¿Es esta forma de ser conmigo su atormentada manera de quererme?... Debo rehacerme, reestructurarme, volver a componerme, piedra por piedra, desarraigando hábitos antiguos. Me cansa ya jugar al poeta maudit. No soy Rimbaud, ni Verlaine. No tengo su genio y, aunque parece que he vendido mi alma al diablo, éste no cumple el pacto... ¿Debo volverme a Dios? Si un Dios existiera... ¿Me otorgaría el perdón y la salvación que he buscado abajo, en lo subterráneo, en la caridad de un amor negro y maldito? No lo sé...".

viernes, 1 de julio de 2011

La Masvida, XXIII.

Luis me acompañó hasta la cademia, que estaba cerca, y se instaló en el bar de la placita de la iglesia de San Leandro, con su tabaco de pipa que enrollaba en el papel de fumar, una jarra de cerveza, que pagué yo, y un libro, dispuesto a esperarme.
Cuando acabó la primera clase, no aguardé más y me fui a verle. Allí seguía, solo en una mesa, junto a un ventanal que lo inundaba de luz, leyendo en su libro, con una gran jarra de cerveza, de color amarillo dorado, apetitosa, llena de sol. Mientras, sonaba en el bar el reggae de Bob Marley, música dulzona y pegadiza. Una combinación perfecta. Hablamos largo rato, hasta las dos y quedamos en vernos luego.
Por la tarde vino a casa, trayendo un montón de ceras de colores en una bolsa de plástico y una cerveza grande debajo del brazo.
Se sentaba a la mesa del comedor, encendía el flexo, ponía un disco en el plato y se preparaba un combinado de cerveza con ginebra. Se hacía un liadillo de tabaco de pipa, tomaba las tizas en la mano y unos folios y se ponía a dibujar. Frenéticamente, gastando folios y tizas: "De cien que haga, puede haber uno o dos realmente buenos", decía.  Dibujaba lo que se veía por las ventanas, lo que había en el salón, bastante mal amueblado. Me retrataba a mí, que mientras tanto lo contemplaba, o leía, o me abandonaba a la música, fumando un cigarrillo. Arañaba, rompía el papel, gesticulaba, frotaba. La tiza se partía. Otro trago. Los ojos brillando de alcohol y excitación creadora. Los folios ya manchados los tiraba por el suelo, donde yo los recogía para mirarlos.
Cuando se cansaba, venía a sentarse en el sofá, junto a mí y conversábamos:
Yo: "El escribir me hace dueño de la nada en esta vida, anticipado y dulce sabor de olvido. Toda escritura es testamentaria. Se escribe, se lo confiese o no, para los que vendrán, para tu propia ausencia. Yo he entretejido mi vida en un tapiz simbiótico con las palabras".
Luis: "Lo importante es el destino. Entregarse al destino es la felicidad profunda que decía Nietzsche. Destino igual a Armonía".
Yo: "¿Por qué me niegas una forma de ilusión? El destino podría ser tan fuerte que nos borrara y haríamos que el mundo cayera a nuestros pies como hojas amarillas".
Luis: "Los que se aman no deben mirarse el uno al otro, sino mirar los dos en la misma dirección".
Yo: "Yo el mundo lo veo en el cristal ahumado de tu mirada. La bola de la vidente donde veo el futuro, aterrador y dichoso".
Luis reía con el labio superior avanzado, como si quisiera tapar su risa.
Luis: "La homosexualidad es un amor al que le falta algo".
Yo: "¿Por qué? El completamiento de dos seres puede también realizarse a través del espejo. Y todo amor es espejismo".
Luis: "Sí, pero en la mujer buscas el tú, la otra parte de tu personalidad, que verdaderamente te complementa... la mujer... la danza... como Apolo danzando con las musas. Sólo con la mujer la danza es completa. Cherchez la femme, decía Rimbaud".
Yo: "Me abisma la otredad. Puedo comprender a la Shakti, la esposa-hermana en lo sagrado. Los misterios insondables de la mujer...".
Luis: "Lo complicamos todo. Todo es más sencillo que eso. Yo no podría explicar mi atracción por las mujeres ni tú la tuya por los hombres... tal vez un psiquiatra...".
Yo: "La otra noche bailaste con Carmen en el club gay. Vuestra danza fue espectacular y hermosa. Todos los mariquitas os miraban. Vuestro mensaje quedó claro: Esta gente dice que entiende. A ver si entienden esto, dijiste, sacando a Carmen a la pista vacía. Cuando tus brazos la elevaban por el aire, yo no sentí envidia, pero sí algo mío que iba desprendiéndose y volando hacia el envés del mundo".
Luis: "Todo lo cubres de retórica".
Yo: "Soy un aprendiz de escritor".
Luis: "Entonces, busca lo que amas en lo que escribes".
Yo: "Nunca lo he reconocido allí".
Le hablé de la escritura y sus abismos: la urgencia de escribir me irrita como una picadura de escorpión. Hacer el molde de una lengua de cera que en este momento se está fundiendo...Los monumentos lingüísticos del pasado, donde algo de vida perdura, algo no más consistente que un pálido aroma; sin embargo, lo más frágil es lo que dura... Le hablé del dolor de escribir, confiando a esa pobre ilusión lo que el cuerpo reclama de anónimo y ágrafo, el momento sin constancia irrepetible. La escritura es el fantasmal doble del cuerpo. La dicha y su fatalidad que sólo puede coronar el silencio. Foto instantánea de las palabras y su estela, donde lo humano objetiva su caducidad.
Como en la tristeza del sexo se reconoce el esplendor sin rostro de la finitud. Esplendor dorado y escarlata. Negro. Astillado sabor de mortalidad, prohibido a los dioses.
Mariposas oscuras girando alrededor de la llama, pardas polillas sedosas recubriendo mi corazón y el inútil, relampagueante triunfo de la belleza que ha sido desligada de un mundo significante, cambiando sus signos: una cuchilla asesina de valores.
La escritura me recuerda sobre todo la cena del soldado que va a entrar al día siguiente en batalla. La del condenado a muerte. Tal vez langosta Termidor, salsas exquisitas, champaña, esa conciencia con que se devoran a sí mismos, sintiendo que mañana no estarán. Escribir es ese acto reflejo del condenado a muerte. En la Ultima Cena se desveló el secreto de una conciencia irreductible, demasiado hostil a la vida para servirla. El Cristo dando a comer su cuerpo a las generaciones venideras sobre la Tierra; a lo lartgo de los siglos fagocitando la miseria que El iluminó.
Escribir me libera del miedo a mí mismo.
Yo entonces estaba haciendo los esbozos de una novela basada en los colores negro y rojo, no como El Rojo y el Negro de Sthendal, donde el negro simboliza lo oscuro de un corazón debajo de una sotana, lo impenetrable de un orden social, y el rojo, el palpitar de ese mismo corazón, el fuego de la pasión, el asesinato, la sangre. Los dos colores de mi proyecto literario aludían al amanecer, ese momento en que tout bascule, pivota alrededor de un eje imposible y cualquier cosa parece tener su asiento en la preñez de posibilidades del esplendor que se presiente. Tintas negras que se licúan y chorrean, lavando la cara al oriente, dejando ver una casi inaprensible claridad de luciérnaga celeste, antes de que los velos rosáceos pongan su jirón espectacular al acontecimiento: la lenta salida de un sol naranja y rechoncho, incapaz aún de derretir la escarcha del suelo, de hacer humear las praderas húmedas, de caldear la vida aterida. En ese momento chillaban un billón de pájaros, un viento fino frío estremece las más pequeñas hierbezuelas y la noche, de retirada, aún se agarra a la densitud de las copas de los árboles, del repliegue de las cornisas, del sucio emanar de los callejones... En ese momento mágico en que todo puede suceder, se sitúa el comienzo y el fin de la peripecia de mi héroe, él también un adolescente emparentado con la hora violeta, cargado de posibilidades.
Luis se acostumbró a venir todos los días a mi casa y, poco a poco, iba haciendo su vida allí. Mi hermano apenas pasaba por casa a la hora de comer. No sentía demasiada simpatía por Luis ni por nuestra extraña relación. También venían otros amigos, como Santiago, que se ponía a rugir como una fiera cada vez que Luis y yo iniciábamos una conversación filosófica o intelectual; derramaba el contenido de los vasos por la mesa, estropeando los dibujos de Luis y se retorcía la corbata de su padre, de color corinto, enroscada al cuello como un pañuelo. Todo ello era señal de su desaprobación hacia lo que él llamaba comerse el coco. Sólo le interesaba el juego y el momento, el sexo, la droga y el alcohol. Su tirria al auto-análisis era comprensible, tras haber pasado años en manos de doctores, psiquiatras y psicólogos, tras haberse arrojado de una ventana del tercer piso de casa de sus padres. A veces lloraba, con su tipo de pelele, de muñecón infantil, vestido con un camisón y una corbata, el pelo hirsuto, los gestos irremediablemente desmañados e inevitables: "Mi madre me pegaba mucho de chico, ¿sabéis?". Luis le consolaba con algo de su instinto paternal, pero a mí me molestaba casi siempre su presencia, tan negativa y destructora.
De las que no volvimos a saber más por mucho tiempo era de Elisa y Malena, que parecían haberse volatilizado. Luego supimos que uno de los ejecutivos que se habían ligado en el hotel las había llevado de viaje con él.
La tarde de un día festivo, paseábamos, Luis y yo, por las calles del barrio, rebosantes de gente, cerca de Casa González, cuando vimos en una plaza a un tipo mayor, gordo y brillante, seboso, apoyado en un coche de lujo, hablando con un grupo de chaperos. En un momento uno de los chicos dijo algo que no oímos y el gordo le largó un directo junto al ojo. Los otros chicos empezaron a armar bronca; el gordo se quiso hacer perdonar por el que había pegado y, aparentemente tranquilo, le tendió la mano, pero éste la rechazó. Los chulitos estaban cada vez más excitados y parecían querer tomar venganza: "Fuera maricones", gritaban. "No queremos dinero tuyo, hijoputa..." Luis y yo, que contemplábamos aquel deprimente espectáculo con una cerveza en la mano a la puerta de un bar, la apuramos y nos fuimos lo antes posible: "No te hagas nunca viejo", me decía Luis, "es lo único imperdonable".
Yo permanecí en silencio, preguntándome hasta cuánto podría haberle afectado esa riña que acabábamos de ver. Poco a poco, insensiblemente, había ido cediendo a mis caricias, aunque, sobre todo al principio, él se mostrara pasivo, sin querer por eso reconocerse en la palabra maricón. El aceptaba, a fuerza de ruegos y halagos, mi amor, pero seguía pensando en la frágil y dura Carmen, al la que veíamos de vez en cuando en el bar de Clara. Luis la rodeaba de solicitud, pero ella no parecía hacerle mucho caso; en cambio, conmigo hablaba animadamente de temas literarios, filosóficos, sobre el amor y la vida, etc.

jueves, 23 de junio de 2011

La Masvida, XXII.

Pasaron algunos días sin vernos. Luis vino una mañana cuando yo me disponía a ir a la academia mercantil. Nos escrutamos en la mirada. "Viniendo a tu casa no veía más que cúpulas y torres", dijo. Era verdad. Todo aquel barrio estaba lleno de iglesias y conventos y por las tardes dejaban expandir por el aire la sinfonía de sus toques de campanas, llamando a misa, tocando a oración, doblando por algún difunto. Con voces engoladas, campanudas, de esquilón, broncíneas, de la Abuelona, la campana gorda de San Matías... El sonido del bronce se mezclaba con el estruendo de los estorninos, los vencejos y golondrinas que revoloteaban alto en el aire o aleteaban estremecidos entre las ramas de los plátanos y magnolios. A mí me calmaba aquel sonido de metal y chillidos de pájaros, como las voces de las niñas en la plaza jugando a la comba o de los chicos jugando al balón, a las canicas, a la billarda, a la pídola.
Mi barrio era antiguo y pobre, aunque con algunas casas ricas, incluso algún palacio aristocrático, conventos señoriales que atesoraban imágenes y retablos barrocos, pinturas, dorados, techumbres de taracea, mobiliario de siglos pasados: arcones y arquetas, bargueños, sillones frailunos, sofás de raso rayado, isabelinos, sillas con volutas negras en los salones para las visitas, braseros y pebeteros de bronce dorado, somnolientas cornucopias, cómodas grandes como barcos, con cajones profundos y tiradores metálicos, donde se guardaban los manteles de Holanda, las labores con rancias vainicas, punto de cruz, encajes de bolillos, todo entre pastillas de olor y bolsas de lavanda, romero y cantueso. Patios con suelos de ladrillos grandes, fregados, columnas de mármol y piedra, con un pozo en el centro, con brocal de mármol, que daban ganas de asomarse, con su cubo y su garrucha, colgados de un arco de hierro, rematado por una cruz. En esos patios había plantas de helecho aspidistras, palmas que se inclinaban con elegancia, geranios, rosales, azaleas, jazmineros, dondiegos, buganvillas, enredaderas, cuyas flores sólo se abrían de noche... también árboles: naranjos de la china, almendros nevados en primavera, limoneros, palmeras, cipreses, ficus y magnolios olorosos...
Algunos de esos conventos hacían labores: lencería para las novias, trajes blancos nupciales, bordados, paños de altar, albas, amitos y roquetes; otros, brocados de tres altos, sobre terciopelo, para las vírgenes o las otras imágenes santas. Algunos vivían de fabricar obleas para las ostias, que también vendían como golosinas, antes de ser consagradas. Otros fabricaban dulces, dulces monjiles, con recetas milagrosamente dictadas por los ángeles: yemas de San Simón, bollitos de Santa Lucía, tocinillos, hojaldre con cabello de ángel, suspiros de limón o de canela, pastas para el té, fiutas de sartén, confituras, pestiños, torrijas de Semana Santa, huesos de santo de Cuaresma, roscón de Navidad...

La Masvida, XXI.

Estuvimos toda la tarde caminando por la línea de la playa, bajo el sol, azotados todo el rato por un viento del Estrecho, cuyo zumbar y aullar continuos se instalaban dentro del cráneo. En todo el tiempo no vimos a un ser humano, ni una barca o siquiera un perro, nada más que bandadas de pájaros blancos disputándose una carroña. Sólo poco antes de ponerse el sol divisamos un trozo de carretera tan solitaria como todo lo demás y junto a ella lo que parecía un pueblo abandonado de pescadores: miserables casuchas relucientes de blanco bajo el sol hasta espejear, con techos de caña. Nos acercamos. La arena lo había invadido todo, como un polvo insidioso que aspirara a borrar toda obra humana y su recuerdo. Se veían trozos de redes, remos partidos y cuadernas de barcas descomponiéndose. Ya nos íbamos, siguiendo la carretera en espera de que algún coche nos recogiera, cuando oí una música que salía detrás de aquellas casuchas: un sonido de canción popular, aflamencada. Había un bar abierto en aquel sitio. Con la entrada cubierta con unas espesas redes como cortina. Entramos. Unos pescadores descalzos que bebían grandes vasos de vino nos miraron con algo de recelo y sorpresa. Una matrona gorda servía en la barra.
Había una máquina de discos de la que salía la música. Yo pedí un café y ví cómo la mujer entraba en la cocina y confeccionaba un café casero, sin máquina exprés, echando el polvo molido sobre el vaso en un artilugio que se llama grillera y volvió trayéndome un brebaje de color indefinido, con posos negros. Nos preguntaron dónde íbamos. Se rieron cuando les dijimos que veníamos de Conil y llevábamos todo el día andando por la playa. Seguramente nuestro aspecto debía ser cetrino, despeinados por el viento, requemados y tostados por el Sol.
Ya el poco camino que quedaba lo hicimos por el arcén de la carretera y llegamos a las Calas poco antes de que oscureciese. Allí sólo se veía una ancha calle a ambos lados de la carretera, muchos bares y tabernas, etc... Nos lanzamos a comer algo en una hamburguesería porque teníamos hambre y luego a recorrer las calles del pueblo, emborrachándonos mientras buscábamos pensión. Se hizo noche cerrada y no habíamos logrado encontrar un techo donde cobijarnos. Yo estaba vagamente inquieto, el cielo nocturno estaba velado de densas nubes que no dejaban ver los astros y una atmósfera cargada presagiaba una tormenta. Luis me decía: "No te preocupes. Mañana iremos a las Calas y veremos las cascadas y las playas nudistas". Mientras seguíamos buscando había empezado a llover con fuerza. Volvimos al primer bar, calados hasta los huesos y le contamos nuestra situación al tipo que nos había servido: "El único sitio libre es el hotel de apartamentos, pero una habitación doble os costará seis mil pesetas la noche". Era casi todo lo que teníamos. Empezaron a verse rayos y a resonar truenos. Eso nos acabó de decidir.
Fuimos al hotel, que estaba a la entrada del pueblo, bajo la tormenta. En él sólo había algunos guiris amargados por el tiempo. LLevábamos nuestra botella de whisky (para no tener resaca). No recuerdo ya de qué hablamos esa noche en que no dormimos apenas. El subidón del whisky es el más fuerte que conozco, excepto algunos aguardientes delirantes, como la absenta... Nos instalamos frente a un gran ventanal del salón, viendo la sucia lluvia y el mar a lo lejos, congelado en su negrura.
En la noche, en medio de aquel negror como de tinta de mar y cielo mezclados, pasaba un barco, se veía su lucecita trazando un invisible camino, lejos de la guía de los faros. Luis y yo, juntando nuestras cabezas bajo la manta, nos quedamos mirando aquel punto que se alejaba y nos dejaba allí clavados. Bebimos otro trago de whisky y Luis dijo: "Seguro que el que va en ese barco es el capitán Nemo" y, alzando la botella, lo saludó diciendo: "Adiós, capitán Nemo, adiós...". Yo recordé el cuento de Maupassant, el Horla, ese monstruo invisible que salta desde un velero brasileño hasta la terraza del observador que lo ha saludado. Pero esta vez sería sin duda sería un elemental cálido y simpático el que viniera a compartir la botella con nosotros... Los ojos de Luis brillaban con la bebida y su aliento alcohólico me rozaba. A pesar de todos los inconvenientes de la jornada me sentía bien. Era casi feliz.
Seguimos nuestra verborrea de alcohólicos y siempre la literatura, siempre: lucha contra el ángel, como Jacob, hasta arrancarle una bendición, o una maldición. Contigo mismo, como el caballero verde en la floresta; róbale a punta de espada el secreto de tu alma. Escucha la sorda imprecación de este mundo mendigo, apostado al umbral del banquete de tu juventud. Abrete paso con tu sexo por su masa de queso fundiéndose. No pidas compasión para ti, porque su hedor y su perfume te atraparon como una mano enroscándose en tu tobillo al pasar y acepta que has vendido tu alma al diablo de lo Inútil que te fascina con sus vidrios coloreados, los abalorios de una infancia que ni se sabe desposeída.
La literatura, ese lugar qui n'existe pas, la Antitierra en el revés del mundo, poniendo el girón de su niebla al lamentable Rey Mendigo. El mundo hacia el punto de no resolución: el vórtice donde la temporalidad se anega y se crea.
En la redacción terrestre se compone la primera plana del Reino Nuevo: Homero viste un traje años treinta, con sombrero flexible y anchas solapas. La palomita queda oculta por su poblada barba. ¡ Dante contemplando la geografía del Infierno en un espectáculo de music-hall! Cervantes relata ante el micrófono la llegada del hombre a Marte (Cervantes ya lo dijo todo: para ser moderno hay que estar loco. Mejor ser intemporal. O intempestivo, como el loco de Sils María).
Todos los héroes se han reunido en el desván de las imposturas: por más tiernos que nos parezcan con sus gestos de grandeur sus discursos son planetas girando alrededor de un centro imposible.
La literatura de verdad es una llamada general a la movilización contra el Destino, una invitación al Imposible.
La tierra aprés le Deluge de tinta: los profetas del Antiguo Testamento se presentan. Han recogido su huesa de las fosas comunes y la traen recogida bajo su barba inmortal. Ellos infectaron la tierra con sus torcidos recurrentes, manando de derecha a izquierda por los poros blanqueados de la piel de vacas muertas. Gimoteando y llorando. Gritando a los políticos instalados en los consejos de administración del posibilismo amarillo, los devaluados sanedrines de Jeová. Secos profetas enloquecidos y los hijos de los profetas, comiendo miel y saltamontes silvestres, limpiando la roña de sus pies con una pluma de cuervo, alojados, por la noche, en el vientre de húmedas cisternas. Secos cómplices de la desolación y de la destrucción. Guiando al pueblo a la cima candente de la aspiración inmortal...
Locos y asesinos, ladrones como Genet, han cortejado y mancillado a esa vieja puta, siempre afeitada, de la literatura. La han forzado, sodomizado, conquistado por unas horas de eternidad, al precio de unas vidas. La han escupido e insultado, como el adolescente de Charleroi, Príncipe de las Ardenas, que prefirió el oro, el tráfico de esclavos y las putas negras a esa merde de literatura. Su maldición la ha marcado para siempre: lo sabían los poetas locos, esquizofrénicos, sodomitas, alcohólicos de la Generación Beat: Ginsberg queriendo excavar el vientre de su madre muerta, ser el cuervo que entona su fúnebre Kaddish, Ferlinghetti en el manicomio, Kerouac huyendo en viejas limusinas por las anchas Highways de U.S.A., carreteras que no llevan a ningún auténtico lugar, un lugar habitable, donde construir una humilde choza, como Pedro, en un rincón no muy próximo, pero presente al Milagro...
Poetas, ladrones, embaucadores, Villon, asesinos, Cellini, orfebres, degenerados, Wilde y Verlaine, imagineros de la muerte, de los sueños poderosos e inanes: Dalí, Brueghel, el Bosco... borrachos como Keyyam, que sólo entraba en las mezquitas para robar algún bello tapiz, opiómanos como Cocteau, que se introducía en la bañera de la que acababa de salir su amante negro sin cambiar el agua...
Poetas sociales, precursores del socialismo: Zola, Victor Hugo, Fourrier, Campanella... yo os maldigo... Poetas laureados de la forma épatante bajo la que se esconde la putrefacción : Eliot, Claudel, yo os maldigo con la maldición del campesino de las Ardenas...
Si la literatura no sirve para cambiar la vida, para hacer descender la Centella al Omfalos del mundo, mejor el oro, el tráfico, el comercio o, mejor aún, la destrucción, el fuego...
Al día siguiente, ya sin dinero apenas y, como además, continuaba lloviendo, Luis y yo partimos para la ciudad, sin haber visto las cascadas ni las calas llenas de cuerpos desnudos.

miércoles, 22 de junio de 2011

La Masvida, XX.

Al día siguiente salimos para Conil, que estaba ya en la línea de la playa. Al llegar allí observamos el mar, una línea azul al fondo de una campiña abierta, pintada con pequeños retazos de verde. No añadiré nada sobre él. Como decía salva: "Estoy de acuerdo en todo con el mar".
Bajamos por la calle polvorienta de Conil, hecha de cubos blanqueados, como agrupados por una voluntad artística, con suaves sombras violetas. Al final estaba la playa, ocres y canelas en capas finas, traslúcidas, como de acuarela. Nos fuimos a un chiringuito de techo de palma a tomar unas cervezas mientras llegaba el autobús a las Calas. Allí había un montón de motos relucientes y chorbos vestidos de cuero. Nos enteramos de que el autobús había pasado ya y no saldría otro hasta la mañana siguiente. "¿Cuánto hay hasta las Calas?", preguntamos. "Por la carretera, quince kilómetros; en línea recta por la playa ocho o nueve", nos dijeron.
Como era temprano y nos sentíamos frescos, decidimos ir caminando por la playa. Al poco de dejar el pueblo, nos encontramos con la desembocadura de un río. Como era imposible vadearlo, hubo que cruzarlo a nado. Nos desnudamos y guardamos las ropas en las bolsas de viaje. Tratando de sostenerlas fuera del agua, sobre nuestras cabezas, nos internamos en la corriente. Al llegar a la otra orilla vimos que las prendas se habían mojado algo. Las dejamos secar extendidas sobre la arena.
La espejeante proximidad de su cuerpo, volumen bruñido del que yo quería gustar la sal que el mar le había depositado, allí tendido entre sus despojos, como el pecio de un celeste naufragio. ¿Por qué siempre, en estas raras ocasiones, acuden a mi mente y a mis labios imágenes y metáforas, versos, los nombres de dioses antiguos? ¿Hasta ese punto me ha envenenado la cultura? ¿No puedo gozar de nada si no es a través de su filtro? ¿O es un prurito idealizante que sirve de disculpa ante un elemental y demasiado vertiginoso desbordamiento de la carne? Lo más real queda siempre limitado por su imagen.
Luis entre sus ropas secándose. Yo veía al náufrago gongorino y sus ropas a las que el Sol "con suave estilo la menor onda chupa al menor hilo".
El Sol, cómplice en la palestra de los juegos de Apolo con Jacinto. Para mí era tan bello nuestro encuentro como el de Cocteau en la bañera con su boxeador negro.
Bandadas de gaviotas y otros extraños pájaros blancos, más pequeños, que nunca antes había visto, estaban posados en la playa y se levantaban a la vez al acercarnos nosotros. Pájaros carroñeros de bello plumaje blanco. Era inmensa la soledad y elementaridad de cielo, mar y arena, con sol, viento, pájaros... Y nosotros dos, tan pequeños, dejando un débil rastro de pisadas que pronto era borrado por las olas. Mayor morbo tenía para la imaginación el hecho de que aquel era el borde de la tierra y también el borde de dos continentes y de dos mundos, que aquel mar y aquella playa eran el limes, la frontera sarracena, desde donde acechaba, en la otra orilla, la morena. Casi se lo imaginaba uno, hace doce siglos, desembarcando en esas mismas playas, morenos y furtivos, vitalizando con su sangre esta extenuada península.
Había un tronco semienterrado en la arena, cubierto de pájaros. Al acercarnos vimos que el rodar continuo lo había pulido, trabajado, dándole una calidad artística de escultura moderna, como una trouvaille o ready made duchampiana. Nuestro sentido artístico estaba bastante exaltado con todo lo que veíamos.
Yo observaba el cuerpo de mi amigo, que había visto desnudo hacía poco y ahora veía poseído por los elementos, descalzo, guiñando los ojos al mirarme a causa del sol, con la tela roja de su bañador ciñéndole los muslos y su camiseta a rayas entregada al viento.
Me excitaba la realidad de nuestro encuentro. No sólo la idea de que quizás, a la noche, fuera a gozarlo carnalmente, sino la circunstancia de nuestra escapada, una convergencia entre artistas, en la naturaleza, con conversaciones sobre Chirico, Dada, Calder, nuestra idea de obra futura, alcohol y yerba.
Como otras veces en aquella época en que era más joven, me dejaba llevar por el mito del alma gemela. El Döppelganger (Doble) mortal de las leyendas germanas, el ba y el ka, místicos hermanos orientales, fatídico espejo y espejismo que sale al encuentro de todo artista, sobre todo en su edad joven, cuando ve al mundo como la masa que le pide: moldéame y en los rasgos que van apareciendo en ese barro, comienza a entrever la aparición del doble, el Golem de los sueños secretos y monstruosos, de ambición y de poder. Duda si el fantasma de la locura no estará asomando sus dientes amarillos en una risa helada sobre su cogote, acompañada del sonido de los cascabeles, todo antes de haber aprendido el arte de gastarle buenas bromas a la vieja dama indigna.

La Masvida, XIX.

LLegó el miércoles Santo, el día que teníamos previsto viajar a las Calas. Luis y yo tomamos el tren a Cádiz en la pequeña estación blanca con ladrillos rojos. Un tren tranvía de pocos coches, pintado de azul con grandes letras amarillas. Y al salir de la ciudad por el lado sur, pasando el estadio de fútbol, vimos el bloque de pisos donde vivía Luis, un monstruo de ladrillo marrón con múltiples ojos acristalados, los hombros sumidos en un cielo pizarroso.
 En la euforia del partir, sorber horizontes y ver el mar, compadecíamos a las hormigas humanas que pululaban arrastrándose a los pies de sus grandes termiteros. Todas las vidas parecían en aquellos bloques amortajadas, encajonadas, yuxtapuestas por un designio ciego e insensible; voces invisibles saliendo de los tragaluces, escaleras de incendios que no libran de la asfixia cotidiana.
Fermentación y podredumbre, abono humano para la impasible, fantasmagórica flor de los cielos.
Tras uno de aquellos rectángulos de cristal ahumado, atrapados en su propio maleficio, Luis podía adivinar a sus fantasmas familiares: la sombra tantas veces ausente pero pesante del padre, inevitable escollo de todos los impulsos; la madre elegante y moderna, sus maquillajes y sus depresiones, la inercia de los orígenes. Las hermanas aún sumidas a medias en su sueño infantil, sus novios de verano y sus clases de equitación; la foto de su cuarto, hecha en el puente de Brooklyn con su amiga neoyorquina, durante su estancia en la summer school con que su padre premió sus veleidades maniaco-depresivas.
Aquel cuarto estéril, cama de sexo solitario, rabia culpable ante el círculo de ternuras envolventes, compulsiva salvación repetitiva, lo trasmitido amueblando el salón en medio del desierto, gran espacio desolado en que ruge la vida...
Los últimos aledaños de la ciudad, con sus barrios-dormitorio, sus desolados descampados, llenos de basura y vallas publicitarias, iban desfilando por la ventanilla del tren y empezaron a aparecer suaves extensiones onduladas, sembradas de girasoles, bajo un gran cielo pálido con nubes. De vez en cuando alguna cortijada blanca, entre un grupo de árboles, con animales pastando y palomas volando a su alrededor. Era una tierra que delataba su condición de antiguo lecho marino, blanqueada y afinada por la lengua de un remoto mar prehistórico, con arcaicos crustáceos y peces acorazados. La larga antena de una emisora de radio, sostenida por tensados cables de acero, lanzando mensajes sobre las cabezas de la gente. Cartelones que anunciaban productos, la silueta metálica de un toro, recortándose poderosa contra el cielo en una loma...
Luego, pasados algunos pueblos, aparecieron las viñas, extensiones de viñedos recortados y cuidados que cubrían todo hasta el horizonte, sobre una tierra de humus negro; grupos de olivos y manchas de pinares sobre alguna colina. El aire olía perfumado y campesino y traía como un presentimiento de mar.
El paisaje de la Baja Andalucía me hacía pensar en el de Grecia (donde nunca he estado): suaves colinas cubiertas de encinas y olivos, no demasiado fértiles ni amables, contrastando con un cielo azul pastel, puro y limpio, atravesado a veces por unas viajeras nubes. Y aquel suelo era el depósito de todos los misterios y todos los mitos, la tierra originaria de héroes y de dioses que se sucedían unos a otros como las generaciones humanas ante su mirada eterna e impasible. Era también tierno, campesino y familiar, con algo de temblor, de insinuación y caricia.
Al fondo, azules en la lejanía, aparecieron las montañas de la sierra de Cádiz y el tren pasaba bajo el torreón desmochado de algún viejo castillo fronterizo. Luego una gran llanura y allí estaba Jerez, destilando sus vinos. Vimos al pasar el barrio de Santiago, sus calles blancas, de casas humildes, pegadas a la tierra, donde vivían los gitanos y de donde habían salido los grandes del cante: las grandes viejas gitanas, matriarcas de la tribu, basculando en las fiestas sus anchas ancas, mientras azotan el aire con el borde de sus faldas, alzadas en airoso revuelo; pintadas y gibosas, y llenas de gracia.
Cerca del puerto apareció el mar: una estrecha lengua de agua refulgente, de un azul cargado, más intenso que ningún otro, con barcas de pesca y el tablero blanco de las salinas. Aparecieron las torres metálicas de la Carraca, la bahía y Cádiz al fondo, con sus miradores blancos y sus cúpulas doradas.
Allí tuvimos que cruzar el puerto para tomar el autobús a Vejer. Pasamos el tiempo de espera en el bar de la estación y en los jardines del Monumento a las Cortes, tomando cervezas.
El autobús nos llevó a Vejer a través de tierras de viñedo y colinas que se hacían más escarpadas a medida que nos acercábamos. Vejer está encaramada en la ceja de una de aquellas colinas, con un castillo en su cima y un mirador desde el que se veía una gran llanura verde y el mar al fondo.
Bajamos y empezamos a recorrer el pueblo, entrando en las tabernas a beber vino. Calles empedradas en cuesta y grandes casonas fortaleza, cubiertas por capas de cal, altas y con pequeños ventanucos negros. Viejas totalmente cubiertas de luto, con un velo tapándolas por completo de la cabeza a los pies.
Nos indicaron una pensión en uno de aquellos caserones, en una calle sombreada. Fuimos allá y llamamos a la puerta. Una mujer de edad indefinible, vestida de negro, congelada en la negrura de una vejez inmemorial, con telarañas de arrugas en la cara y las manos, nos hizo subir por un dédalo de pasillos con cal y techos oscuros de madera. Abrió una alta puerta, estrecha como un ataúd y nos introdujo en una especie de desván cerrado, con dos camas. Eran dos catres campesinos, cubiertos con colchas de lana de la sierra de Grazalema. Una jofaina en un rincón, un espejo y un raíl para las toallas. Y sobre la cama, un angelillo de cerámica con una pililla de agua bendita.
En un pasillo cercano había un chinero con platos de porcelana coloreada, licoreras y copas de cristal. Me llamó la atención sobre todo unas copas minúsculas para el anís, semiesféricas, de cristal tallado en puntas de diamante, de las que me llevé una como recuerdo. Por lo demás, el cuarto era sombrío, sin ventanas a la calle, pero había espacio suficiente, pues los tejados, blancos con vigas de madera negra, se perdían en la altura sobre nuestras cabezas.
Nos refrescamos en la jofaina y nos tumbamos un poco en los catres. Bromeamos riéndonos de la vieja y su tétrico aspecto, pero estábamos contentos de haber llegado. Seguimos bebiendo mistela que habíamos comprado en una taberna. Luis leía un libro de W. Benjamin que hablaba de sus experiencias con el haschisch en la habitación de un hotel de Marsella, allá por los años treinta. Haschisch, soledad, en una habitación de hotel perdida, un judío errante y marxista, huyendo de la descomposición de su mundo, de la guerra que se preparaba. Luis me contó todo aquello. Y pensamos en el misterio especial de los cuartos de hoteles y de pensiones sombrías y estrechas, como la nuestra.
La referencia impersonal de cuartos de pensión, cobijando a sus huéspedes en el limbo de un usable yo, el yo que se abre de aspiración paradisíaca al contacto chirriante de cuartos recién abandonados.
Trozos de identidad sorbidos por el azogue de desgastados espejos, inefables máculas en la porcelana de los lavabos. Cuartos de hotel, lugares para las despedidas y los inútiles, ilusorios reencuentros. Cobijo del prét-a porter del anonimato. Lirismo residual de los significados desgastados. Nana de gruñidos de los seres que transitan por los conductos de las tuberías. Anticipado sabor de uno mismo en la parábola de una ausencia.
Así estuvimos un tiempo, descansando mientras bebíamos. Luis sacó sus cajas de ceras y empezó a dibujar la habitación. Luego se hizo de noche. Salimos a la calle a cenar algo y pasear por el pueblo. La gente iba con sus vestidos de fiesta, mientras nuestro atuendo era el de dos viajeros: vaqueros, camisetas y calzado deportivo. Entramos en un mesón que estaba decorado como cuevas del Sacromonte, con las paredes cubiertas de yeso apelmazado y luces indirectas que salían de candiles arrimados a la pared. Pedimos unas salchichas y jarras grandes de cerveza. Cerca de nuestra mesa había un grupo de chicas que nos miraban, charlaban entre ellas y reían. Nos sentamos con el grupo, invitándolas a unas cañas y se inició una conversación caldeada por el alcohol y llena de grandes risas vergonzosas de ellas. Fue una noche agradable. Yo escuchaba con placer el acento de la tierra con que hablaban, el deje y las palabras desconocidas, suavemente arrastradas, un acento algo opaco, pero con toques de gracia y color.
A la mañana siguiente fuimos a un bar frente al pretil del mirador. Luis había olvidado que debía volver a un cuartel a marcar el paso y vestir de caqui, obedeciendo a estúpidos sargentos toscos, haciéndose mala sangre, enviciándose y tragando mierda durante un año.
Me decía: "Si nos amamos, que nuestro amor no sea mirarnos a los ojos uno al otro, sino mirar los dos en la misma dirección". Yo trataba de entenderlo, pero quería saber qué había detrás del cristal insondable de sus ojos. A veces lo veía pensativo. Pensando en Malena, quién sabe, o en Carmen.
Viernes Santo. El pueblo fermentaba en la luz, bajo la guardia del casillo roquero. Desde el pretil blanco se veía un mar de yerba en un ancho valle abierto, sembrado de girasoles. Todo estaba siendo lavado en la corriente del designio intrahistórico divino. Era bueno. El sol luciendo, pero nublado su rostro por una pátina de reverente asombro. El dios muriendo. ¿Qué decirle entonces a la salvaje exigencia del sexo en su cubil? Toda la tierra era un pan en oblación, triturado en el molino de la muerte. Silencio de cigarras y pequeñas casa blancas como costras parásitas pegadas al dorso de la tierra. Unos viejos (camisas blanqueadas en la artesa de los infinitos cuidados femeninos, cuerpo de callosidades, duras superficies térreas), paseando por la balconada, empapando su mirada en la extensión verde, una mirada tan asidua que era ya un ascua verde tierna, un trozo de tierra llamado por su objeto. El cuidado los había dejado secos y sarmentosos. Para arder en la hoguera de la invisible conflagración universal. El Cielo agradece los servicios prestados.
Sexo, muerte y destrucción. La rueda girando. Lo viejo cediendo el puesto, cansada y rencorosamente, a lo nuevo...

martes, 21 de junio de 2011

La Masvida, Introducción.

A esa edad aún no había entrado a los paraísos del sexo, me decía. Siempre se abrían ante mí puertas y arcos que anunciaban el acceso al reino vedado: las fiestas de Tony, los clubes tenebrosos, los cines y billares. Pero una vez dentro, siempre faltaba la inspiración de la Diosa. Todo se consumaba entre la urgencia y la repetición.
Yo era un joven que paseaba solo por desoladas afueras, mirando a veces oblicuamente, con agujeros en los bolsillos, buscando una salida improbable: "No importa dónde. Fuera del mundo". El sexo era demasiado circunscrito a la finitud y el amor aparecía como algo demasiado oscuro y absorbente y había un salobre mar que atravesar para llegar a su orilla.
Pero la carne, como una gangrena, pululaba por los entresijos del todo bajo control franquista. En su camino recurrente llegaba a los más resguardados reductos: campamentos y sacristías, colegios y congregaciones piadosas. La leprosa carne, eterna mendiga, conformándose a veces con un trozo de espíritu.
Nunca penetré a los paraísos del sexo. Tal vez fui admitido a las antesalas, donde los cortesanos de la Diosa de la carne comparten su esperanza de ser admitidos a ella algún día. La Diosa tiene su reino en las playas exóticas de las islas del Sur, sus apariciones mágicas en los reflejos de las pantallas de cine... No podía ofrecerle más que el deseo intenso de ser tomado por ella. Con el deseo como ofrenda y la ignorancia como señuelo, deambulaba en su busca. Pensaba dedicar mi vida a esa ambulación que, según Bretón, es una actividad surrealista en sí.
Afiliado al batallón de la carne, internacional del sexo gratuito, a la iglesia de las catacumbas sanitarias, donde se oficia la ceremonia del placer, increíblemente transmitida. Fidelidad jurada a un país perdido, la bandera recamada de furtivas exudaciones y permanganato...
Pero algún día, pensaba, me tendrá. Ella tiene su trono de caramelo tras una cortina de noche. Lamentable y magnífica, me mirará con ojos infinitamente comprensivos, que todo lo traspasan. Como bolas de metal fundiéndose, de animal enfermo.
Esperamos el día en que todo se reduzca a ella misma, en que sea la moneda de todos los intercambios. El día en que la carne triunfe definitivamente sobre el amor. Mientras tanto, ella alienta a los conspiradores. Ahora, como diosa exiliada, asoma a veces a la rota balaustrada de las perspectivas imposibles...
La bodega que olía a heces de vino. El dueño adiposo, de cara alcohólica, siempre sentado, vigilante, junto a la caja. Pedíamos botella tras botella, sentados a la mesa del rincón, la que reservaba el que llegaba primero. Recuerdo tu cara untada de potingues, tu extraño acento, mezclado de palabras el alemán. Ibas o venías de la costa, siempre detrás de tu obsesión de hacer de extra en alguna película del espaguetti-western almeriense. Te obsesionaba también tu juventud, que se iba, el caudal de tu belleza, que se devaluaba ante la indiferencia de los productores y directores de casting, y te aferrabas a todos aquellos remedios, cremas y lociones, con que intentabas detener la huella del tiempo.
LLegaba la época de tus fiestas de cumpleaños. En el ambiente eran famosas. ¿De dónde salían todas aquellas gentes? Un edificio a medio construir en la vieja calle, cerca del río, sin luz eléctrica. Todo lleno de escaleras, cuartos vacíos, terrazas. Sin enlucido ni pavimento. Gente clandestina que se acercaba por la noche, dando una contraseña a la entrada. En cada habitación, un montón de colchonetas en el suelo, bebidas y disfraces a la luz de las velas y en las colchonetas, gente retorciéndose, desnudos, unos sobre otros. Conseguí deshacerme de tu cerco de caricias y me lancé en busca de aquel chico de piel aceitunada a quien también llamaban la Gitana. Lo localicé en una de las colchonetas y me lancé en su persecución. Pero había allí tantos cuerpos entrelazándose, tantas piernas y sexos, tantas bocas y manos, que era difícil personalizar en la confusión de los roces, los jadeos y espasmos, las risas y los susurros.
Eran tus intentos de recrear las bacanales romanas, como decías. En las otras habitaciones había tipos que bailaban disfrazados de mujer, al ritmo de las coplas andaluzas. Manolo, aquel muchacho que trabajaba en una gestoría, hizo en tu honor la Danza de los Siete Velos...
No había nada por qué preocuparse en aquella época, más que beber, hacer el amor y conseguir algún dinero para comprar droga. Los padres ponían la comida, la ropa y la cama. Sólo había que aguantar las recriminaciones de cuando en cuando. Prometer hacer algo, acabar los estudios de bachillerato, buscar algún trabajo o dejar de pedir prórrogas para irse a la mili.
El único contraste con tu vida fantasiosa de orgías y droga, era el remanso de paz del cuarto de Eduardo. Allí, con sus libros, la música de su anticuado tocadiscos, sus termos de té y sus poemas, me refugiaba cuando lo de afuera se volvía demasiado proceloso. Aquel cuarto siempre cerrado tenía una atmósfera enrarecida y dulzona, artificial y decadente, como sus tés con pastas y la música de pianos. Tú pasabas allí el día entero. Sólo salías para comer o a tus incursiones en territorios nocturnos y peligrosos, cuando tu personalidad se desplegaba en otra levemente escarlata y negro. Ibas siempre con Miguel, aquel muchacho tímido que trabajaba en un almacén de ortopedia. Hacía ya tiempo que habíais dejado de ser amantes, pero el amor se había prolongado en una fidelidad que por su parte tenía algo de perruna.
Por entonces recuerdo sobre todo la mixtificación que te gustaba dar a tu persona: los nombres falsos que dabas a las gentes, las aventuras que inventabas. LLenar de colillas (tú, que no fumabas) el cenicero del cuarto, para hacer creer a Miguel que acababa de marcharse un amante secreto.
Te conocí tantos nombres y personalidades. Eras el Hans Castorp de tu cuarto blanco, Juan Ramón en el sanatorio de la sierra, un Vallejo macilento en un París como un sueño de acetileno, negro de la tristeza que envolvía sus huesos como una red filamentosa. Recuerda nuestras excursiones a Medina. El grito del pavo real en sus jardines. Ese grito ronco, descompasado, como crujido de la rama que se desgaja, de la cuerda que salta con un lúgubre estertor... cómo ese grito de animal en celo nos parecía sobrecogedor y grotesco. El agua del río, crema de podredumbre, se sumía hacia el poniente, batida por alas de ave. Y nosotros nos inclinábamos sobre ella para ver en su germinación elevarse, impalpable y letal, la emanación de lo que nos exiliaba.
Estos son algunos de los agridulces recuerdos de mi primera juventud. Recuerdos del vicio que ha echado sus raíces a mi lado, me acompaña y me ahoga. "El vicio es el mal que se hace sin placer" (Colette). Cuando todo nos abandona, después de cada desgarradora despedida que nos hacemos a nosotros mismos, sentir aún esa obstinada compañia de la costumbre... esa fidelidad a un vicio que nos trasciende, nos sorbe, ese mecanismo en que se disuelve nuestra fundamental incapacidad de optar. Tonto, estéril calvario de un yo sacrificado a su afirmación repetitiva... El vicio que nos clava, como la mariposa en manos del coleccionista, a un instante que se quiere único, al torpe infierno de la involución.
La historia de mi vida no puede ser sino ucronía y utopía, marcada centralmente, como está, por la vuelta recurrente de esa autoconcepción, a la vez determinada unilateralmente y abierta a la única trascendencia, aquella en la que lo no yoico, el sexo, juega, atormentándolo, con nuestro deseo de identidad.
Comprenderlo todo es perdonarlo todo. Esta afirmación queda invalidada por su referencia implícita a una visión unitaria de nuestro ser moral. Si la acción alcanza su sentido moral es por esa perspectiva unificadora en que nos coloca el pasaje a lo ejemplificador, lo general. Pero en nosotros subsiste siempre, ardua e irreductible, la elemental presencia del cuerpo, su inocencia, el revés de todas nuestras traiciones. En la vida no queda sino alejarnos cada vez más de él. Y el vicio, esa referencia a lo inmutable, no busca dialogar con el cuerpo en su plano más genuino. Que el cuerpo nos perdone el obligarle a acompañarnos en nuestro pasar por el tiempo, reconociéndonos fatalmente en él.
Luis, Eduardo, Malena. Vuestros fantasmas desfilan, con su disfraz de palabras, el pasaporte de un mundo nebuloso, de un país de arena. (El signo alzándose para evocar y conjurar la cosa. El signo contra la cosa. "Placer amargo de sustituir el gesto al acto").
La sombra cae por el camino que nos empuja en la dirección cierta. El único camino que se transforma bajo nuestros pies. Marchamos en el bus por indiferentes tierras marrones, roñosas huertas, flacos árboles que dejamos atrás, siempre atrás, sin preocuparnos demasiado de ellos, sin verlos demasiado. A veces, una figura inclinada sobre la tierra parece absorber todo el reflejo mate de la tarde desterrada, dejada atrás también, mientras vamos por la autopista sin cambio de sentido. En el reflejo sordo, plomizo, del asfalto, bordeado de tímidos matorrales, cartelones de fulgor metálico nos acercan las ciudades.
Sus nombres repetidos dibujan el croquis de una geografía de la huida. La noche cae. Desde la cercanía las luces de la ciudad tienen el engañoso aspecto de una feria acogedora. Adivino las sombras moviéndose en los parques.
La sombra cae. Me pierdo en las calles de una ciudad cualquiera, absorto en el magma sin reflejos. El gris me penetra en los huesos. ¿Qué nos congregó en la haz del tiempo, ignorantes dilapidando significados?... Sólo una nada geométrica entre la fascinación hipnótica del futuro y el miedo, recogiéndonos al pasar como una candela que se funde...
Mi canción murió en el horizonte repetitivo de un fulgor limitado, pequeño y conciso. La explosión en la superficie del élitro.

sábado, 18 de junio de 2011

La Masvida, XVIII.

A la noche nos encontramos en el bar de Clara a Elisa y Malena con los dos ejecutivos. Habían pedido champán y parecían muy animados. Nos invitaron a sentarnos con ellos y eso hicimos. Ramiro tuvo una charla con Luis y conmigo en que nos declaró que estaba en trámite de separación de su mujer. Que le interesaba la pintura y pintaba él mismo: "Sólo tintas planas, cliossonées, como esmaltes en tabiques negros. Una mezcla de Mondrian y Paul Klee..." Luis y él siguieron hablando de pintura, mientras Elisa bromeaba con Juan Carlos. En un momento dado, los dos tipos dijeron que querían probar el haschisch. Elisa dijo que eso estaba hecho. Sobre las doce vendría un taxi-driver que ella conocía y que se lo podía pasar.
Efectivamente, cerca de la medianoche bajamos al patio y vimos a Antonio, el taxista, en un grupo. Malena estaba bastante borracha y sólo hablaba incoherencias. También lanzaba sarcasmos contra Luis que quería abandonarla: "Yo nunca he sido tuya, cariño...".
Elisa se adelantó para hablar con Antonio. Este, que había visto a Ramiro y Juan Carlos, tenía una mirada algo torva, alentada también por el reflejo mate del morado del haschisch.
Cuando hubieron cuchicheado un rato nos llamó. Elisa le presentó a los ejecutivos como dos amigos de confianza que querían comprar costo: "Pero nada de mierda. Gomita de primera. Doble cero". El otro preguntó cuánto. Los ejecutivos no sabían. Miraron a Elisa: "Para unos cuatro o cinco canutitos, colega". "Bien", dijo Antonio, "pongamos diez gramos, a quinientas el gramo, son cinco mil pesetas. Entremos en mi coche". Salimos afuera, donde el taxi estaba aparcado y entraron en él Antonio, Elisa y los dos tipos. Allí dentro, antonio sacó la mercancía, escondida bajo el asiento, y la balanza de precisión.
Mientras ellos se enrollaban dentro del coche, Malena, que tenía un brillo en los ojos tan cortante como el filo de una navaja, reparó en alguien: Ricardo, un chico con el que había tenido una tormentosa relación de apenas uno o dos meses, habiéndose llevado a vivir con ellos a Santiago, que les proporcionaba la droga, estaba tranquilo y pasaba de meterse en los líos de la pareja. Pero de vez en cuando le daba la locura (hacía poco que se había arrojado por una ventana, afortunadamente sin graves consecuencias) y entonces, uniendo su histeria a la de Malena, más las drogas, hacían la vida imposible al pobre Ricardo, que volvía cansado de trabajar toda la mañana en un banco. Al fin, decidió echarlos a ambos de casa y eso fue, en parte, lo que provocó el odio intenso que le tenía Malena.
Nada más verlo, ésta, afilando su mirada, contoneándose, con el bolso alzado como un arma, se dirigió a él que la vió venir con mirada tranquila e irónica. Malena comenzó a insultarlo a gritos: "Maricón. Tú no eres un hombre... bla, bla, bla..." Ricardo parecía divertido y remedaba, exagerándolos, los movimientos de arpía y el habla ordinaria de Malena. Pero ella siguió gritando cada vez más fuerte y entonces el otro, con aparente tranquilidad, le dió una bofetada en la mejilla que la tiró al suelo. Malena se levantó, desgreñada, llena de ira, e iba a dirigirse a Ricardo para sacarle los ojos con las uñas cuando se interpuso Elisa que había oído el escándalo desde el coche. Sujetó a Malena y la apartó del otro, dándole un empellón, mientras le decía: "Sos estúpida, Malena". Ricardo volvió las espaldas sin perder su sonrisa irónica y Elisa llevó a Malena al coche. Así acabó el incidente, que se repetía cada vez que Malena encontraba a Ricardo, fuese donde fuese, en un bar o en medio de la calle.
Nos reunimos con Antonio y los dos tipos madrileños que ya habían comprado el tate. Se notaba a la legua que el taxista estaba celoso. Aunque Elisa se lo pidió, no quiso acompañarnos. Volvimos al bar de Clara y en la puerta, junto a la balconada de madera, nos hicimos unos canutos. Cuando entrábamos al bar vimos a Joselito Cáceres, el poeta, completamente borracho, que se dirigía a la puerta, lanzando de cuando en cuando hacia la barra insultos y palabras de amenaza. Clara nos contó luego que había intentado propasarse con su hija de dieciocho años y lo acababa de expulsar del local.
Nos sentamos. Elisa hablaba con Ramiro y parecía que el chocolate les había llevado a más intimidad. Se tocaban, acercaban sus cabezas, reían juntos... Malena, ya calmada, también se prestaba al acoso de Juan Carlos, aunque con menos entusiasmo.
Luis y yo comprendimos que estábamos de más y nos largamos. Encontramos a Juan Antonio, un excelente tipo, vestido todo de negro y plata, con grandes ojeras y el pelo cayéndole a ambos lados del rostro, casi hasta los hombros. Nos invitó a tomar un té con haschisch en su casa y a fumar unos canutos de maría. Vivía en el Recreo, un bulevar con plátanos y fuentes que había sido en tiempos pasados el paseo elegante de la ciudad; pero ahora, por una de esas vueltas del destino, se había convertido en el Barrio Chino. Yonkis, camellos, chulos, prostitutas, travestis, se podían ver como sombras escurriéndose entre los árboles del paseo. Pasamos cerca de un grupo y uno que parecía ser un travesti, nos llamó siseando: "Siit ¿Queréis ver?..." Se abrió una especie de túnica que llevaba y nos mostró los pechos y el vientre. Seguimos adelante. Al llegar a su casa, Juan Antonio nos preparó el té con haschisch y sacó una bolsa de ante negro llena de hojas secadas de maría. Nos puso música para piano de Chopin, nos tendimos cómodamente en su sofá y nos relajamos.
Juan Antonio nos habló, mientras tomábamos el té, de su vida. Había estado el año pasado en Barcelona y allí encontró trabajo, junto con Javier, su novio de entonces, como chico de alterne en un local nocturno para gays: "Hice amistad con un señor que se sentaba conmigo todas las noches. El pedía champán. Yo, cuando ya lo había bebido demasiado, le encargaba al camarero un trago largo de lo mío: té frío con hielo. Me confesó lo que le atormentaba: estaba enamorado de su hijo mayor y decía que yo le recordaba a él."
Tomamos el té y empezamos con la maría. Una dulce languidez nos iba invadiendo a los tres. Juan Antonio puso música de Edith Piaf y tangos de Gardel. Luego un disco de Concha Piquer y cuando estábamos rendidos de cansancio nos propuso quedarnos a dormir allí. Sólo había un sofá y una enorme cama de matrimonio, de estilo rococó-merengue, que ocupaba casi toda la alcoba.
Luis prefirió quedarse en el sofá, con una manta. Juan Antonio y yo nos metimos en la cama Luis XV. Antes de dormir tuvimos un rato de charla. Me dijo: "Siempre andas detrás de Luis que, en realidad, nunca te querrá como tú quieres. Debes valorarte más y no comerte el coco con amores imposibles. Además, pasa de intentarlo con heterosexuales. No merecen la pena". Su voz sonaba triste y a la vez algo cínica, como si estuviera desengañado... Nos abrazamos y nos dormimos.

La Masvida, XVII.

En fin, una multitud, municipal y espesa, exaltada hasta el cielo, hundida por el peso de la tragedia, adocenada, aborregada, aplastada, empujada, pisoteada, sobada... sudorosa, maloliente, ajados los maquillajes de los rostros femeninos, llena de cansancio, gritando, llamando, gesticulando, buscándose unos a otros entre la foule...
La noche iba llegando y los desfiles se retiraban, cesando. Poco a poco el centro se iba despejando. Luis y yo pudimos encontrar un café donde se podía hallar una mesa con tablero de mármol y unos asientos libres, donde se podía conversar sin verse obligado a hacerlo a gritos. Pedimos café y nuestra charla giró, inevitablemente, hacia el espectáculo que se ofrecía en las calles: las andas de doradas volutas barrocas, recargadas de flores, cirios, estatuas de madera tallada y estofada, varales de plata recién limpiada, que brillaban con un fulgor cortante, varales y bambalinas cargadas de bordados de tres altos, mantos de seda, coronas de oro, joyas, delicados pañuelos de batista en las manos de las dolorosas, retorcidas por el dolor, expresiones lívidas de los cristos moribundos, regueros de pintura color sangre, truculencia de los ojos nublados ante la proximidad de la muerte, paroxismo de la agonía... tratábamos de desentrañar su sentido profundo. Sobre todo, lo que cada uno pensaba sobre la religión, la educación judeocristiana, el Martirio, el Pecado, el Sufrimiento y la Culpa...
Luis: "En todas las religiones, el dios muere de éxtasis, de felicidad. Mira a Krishna, haciendo el amor a las pastoras, a los dioses griegos, enamorados de la belleza mortal...".
Yo: "No estoy de acuerdo. La Pasión, el Martirio, la Oblación del dios, se da en todas las religiones salvíficas. Esa tragedia de la muerte del dios es el núcleo mismo de lo religioso: ahí tienes a Dionisos, desgarrado por las Ménades, el martirio de Atis, el asesinato de Osiris, cuyas entrañas fueron depositadas en cuatro vasijas, esperando la resurrección, por su esposa, la diosa Isis, el dios mesopotámico Tammuz, que muere y resucita anualmente, lo mismo que Adonis o la Perséfone griega, que baja todas las estaciones al reino de Plutón, cesando, durante su estancia allí, toda la vida en la tierra... Mitra, sacrificado al toro que es él mismo, Brhama, desmembrándose para crear de sus partes desgarradas los diferentes seres, los distintos mundos, cielos e infiernos que forman el Universo...".
Así seguimos, pero no nos poníamos de acuerdo. Para Luis los dioses eran los athanatoi griegos, inmortales felices que vivían su inmortalidad como un continuo juego, ajeno por completo a responsabilidades, a toda idea de salvar a los hombres, cuyas vidas contemplaban como un espectáculo impresionante, en el que se mezclaban a veces, para inclinar la balanza de uno u otro lado, simplemente siguiendo su naturaleza lúdica de eternos jóvenes todopoderosos. De ahí la aparente irreverencia con que hablaban de ellos algunas veces los poetas y escritores, que sólo era una sana envidia de los Afortunados. Una pandilla de revoltosos y juerguistas inmortales...
Para mí, Cristo era el Bräutigam, el novio que se desposa con la Humanidad; también el Cordero sacrificial, cuya sangre lava el mal del mundo. Y, aunque no hubiese sido más que un humano, sus sacrificio, su voluntad de sacrificio y de redimir a los hombres, seguía siendo válida, seguía actuando en la Historia. Su destino se había cumplido, una puerta a la inocencia, a pesar de todos nuestros pecados, había sido abierta, lo mismo para creyentes que para escépticos.
Al asumir todo el sufrimiento humano y catapultarlo hacia una esperanza, había dado en cierto modo un sentido a ese sufrir.

miércoles, 15 de junio de 2011

La Masvida, XVI.

LLegó la Semana Santa, con la ciudad llena de nativos y turistas. Fiesta Mayor en el ambiente. Por todas partes la primavera había abierto los botones del azahar que empapaban el aire con su olor. Comenzaban a salir las procesiones. Brillos de plata y reverberación de cirios encendidos... clarines imperiosos, obsesivos redobles enervantes. Belleza primitiva y refinada a un tiempo. Iluminada por hachones, llegó una noche de lapislázuli, de caramelo líquido, de terciopelo azul, adensándose en capas cada vez más secretas, más ricas y misteriosas. Y navegando por ella, las enormes andas de dorados barrocos, llevando los rostros lívidos de los cristos, la exquisitez cerúlea de las vírgenes dolorosas, en sus fanales de luz y plata...
Los grupos de hippies y demás morralla, que huía de las procesiones, no sabía dónde meterse. Se les encontraba en rincones oscuros compartiendo litronas y canutos, oyendo sin querer la música de las marchas procesionales, huyendo del paso de una cofradía, de la multitud de curiosos, devotos, encapuchados, capillitas...
Nosotros, que también huíamos de las procesiones, encontrábamos nuestros lugares habituales de reunión raramente transformados, convertidos en puestos de bocadillos y latas de cerveza o refresco. Casa González estaba llena de una multitud compuesta por familias enteras, que lo ocupaban todo. Los camareros no daban abasto a atender los gritos de los que se sentaban en las mesas y los que pedían desde la calle salchichas, bocadillos, bebidas... Nos fuimos de allí, intentando retirarnos del centro a un barrio periférico y tranquilo. Ibamos a dirigirnos a la Merced, cuando nos encontramos con Elisa acompañada de Malena. Ella no parecía afectada por la invasión de las calles céntricas por donde siempre rulaba, comiendo, cuando comía, de pie, en los bares cutres de la Plaza del Rey y vendiendo droga por los jardines. Cuando la vimos estaba de bronca con unos encapuchados que iban a participar en un desfile religioso: "Fuera -les estaba gritando- , a la mierda, inquisidores. Tenéis moviola negra... el Ku-Kux-Klan... la triple A".
Estábamos, pues, en Domingo de Ramos, con la calle atestada de una muchedumbre festiva, a pesar de la tragedia que se exhibía públicamente: la tortura y la muerte sobre alfombras de claveles y doradas volutas. Luis leyó un poema que había compuesto sobre el tema de la Semana Santa. Decía así:
Por el aire de marzo
la golondrina vuelve
rozando en el cristal.
¿Cuándo será como la golondrina?
Mira en la reiteración
del tiempo, cómo lo sensible
recubre el misterio, llevándolo
a los ojos...
Sientes el esfuerzo humano
en todas las edades
ineficaz para el encuentro
con los dioses.
Su obrar es distanciarse
y su huella en este mundo,
es la huella espermática
de una unión más allá de lo sensible.
El fluir del canto
como encantamiento
acaso logre que un ángel,
desviado por su naturaleza, a medias
orientada hacia lo terrenal,
se haga presente
y con el borde de sus alas
destruya una garganta.
Lo más fuerte, con culpa invocado,
sólo en su ausencia es adorable.
En cambio el derroche
de lo terrenal, su suma
persiguiendo el sentido,
se ofrece como espejo
donde un dios pueda mirarse.
En el envés de esa luz el humano
puede arder y entrar más tranquilo
a la sombra, su naturaleza
profunda.
Me gustó el poema, a pesar de su retórica, y así se lo dije. Malena había robado algo de ropa en unos grandes almacenes y fuimos a mi casa para que pudieran cambiarse y tomar una ducha. Allí, mientras comíamos algo, nos contaron el plan que habían ideado: consistía en entrar de rondón en los grandes hoteles, llenos de turistas con pasta y afanar lo que pudieran, o bien, ligarse a unos ejecutivos y sacarles el dinero. Nosotros le hablamos de nuestro proyecto de ir, a partir del miércoles, a las Calas, pero, aunque las invitamos, no quisieron sumarse a él.
-¿Dónde te quedas?- le pregunté a Elisa.
-En ningún sitio, ché. Tengo todas las maletas en consigna. La patrona me echó ayer a la calle. Estaba harta de oírme decir que me iba a llegar dinero de mi marido en Italia.
Ella contaba que en Milán se había casado con un periodista italiano y allí era la señora de Santini. Hasta tenía pasaporte italiano.
Después de cenar con el arroz argentino que nos había preparado Elisa, regado con un rioja de color sangre de toro, como nos divertía la idea de verlas actuar en los hoteles, decidimos acompañarlas al Hotel Descubrimiento, donde tenían pensado poner en práctica su plan.
Cuando llegamos allá, Elisa entró sin embarazo en el hotel de lujo. Con su aire de guiri, su desenvoltura y su acento porteño o italiano, según quisiera. LLegamos al vestíbulo, alfombrado de rojo y nos acercamos a recepción. El portero galonado no nos miró siquiera. Queríamos tomar un ascensor, pero el recepcionista debió reparar en el grupo que formábamos: Elisa, alta y ososa, con el pelo corto, como un hombre. Malena despeinada, con sus skipis (unas sandalias de plástico fosforescente) y su insondable bolso de ante negro ajado, parecido al de una vieja... Luis y yo, con pinta de estudiantes, o jovenzuelos atolondrados, o algo así, supongo... "¿Qué desean los señores?", nos preguntó cortésmente. Elisa, con su mejor acento internacional: "Soy la señora Santini", y le enseña el pasaporte italiano, "me espera mamá, que ha llegado de Buenos Aires en el vuelo de la mañana. Se llama Gladis Zabaleta...". Siguió dando nombres, fechas, detalles, apabullando tanto al pobre empleado que éste se rindió, diciendo:"Pasen, pasen"...
En aquel momento Elisa, me pareció, imitaba el estilo de la clase alta porteña, de la clase criolla, con raíces vascas, bien aseguradas en la Madre Patria, con un toque anglófilo, bien alejada del tango y el lunfardo de la Calle Corrientes. Los estancieros de la Pampa, con sus enormes rebaños de vacas y sus esclavos gauchos, sus institutrices irlandesas católicas y sus conspiraciones políticas urdidas en los salones de algún exclusivo club de hípica...
Cuando se cerró la puerta del ascensor nos echamos a reir. Correteando por los pasillos del hotel, alfombrados de rojo, vimos un carrito de servicio que parecía abandonado. Elisa y Malena se apoderaron de las toallas que había en él. Si nos encontrábamos con una camarera o un botones, Elisa adoptaba enseguida el aire de turista perdida por los pasillos, se dirigía a ellos y le preguntaba el número de la habitación. Entraron al servicio. Luis y yo les esperaríamos en el bar de la planta baja.
Entramos al lugar y pedimos unos coñacs con hielo mientras mirábamos los grupos que se repatingaban en los sillones de cuero negro: jubilados nórdicos, rebaños de japoneses, grandes yankis de nuca rapada dura y camisa gruesa de cuadros... Al rato se presentaron las dos ratas de hotel, frescas y risueñas, con aspecto renovado, duchadas y perfumadas. Habían mangado toallas, peines, perfumes. Pidieron unas bebidas y estábamos charlando y riendo cuando Elisa vió cómo entraban al bar dos tipos con attachées en la mano y pinta de ejecutivos. Se sentaron en una mesita no muy alejada de la nuestra y pidieron unos martinis. Elisa cambió una mirada de complicidad con Malena y, dirigiéndose a nosotros, nos dijo: "Esto es lo que estábamos buscando: dos tipos jóvenes, con dinero y ganas de ligar. Ya veréis...".
Empezó entonces un juego de miradas, de gestos y de poses para atraer la atención de las dos víctimas que, al cabo, dieron resultado. Comenzaron a corresponder a las miradas y sonrisas. Uno de ellos levantó la copa, como para un brindis, mirando a Elisa mientras sonreía,
En resumen, al cabo de unos minutos vinieron los dos a sentarse en nuestra mesa. Se inició la conversación con las presentaciones: Ramiro y Juan Carlos, madrileños, en viaje de negocios por Andalucía. Elisa se presentó como periodista y Malena como estudiante, al igual que nosotros dos.
De los dos tipos, Ramiro, el que parecía el más joven, era el más hablador y el más lanzado. Se dirigía sobre todo a Elisa, aunque también, por cortesía, nos hablara al resto. Nos preguntaron si conocíamos la ciudad, especialmente el ambiente nocturno, pero no el de hoteles y sitios caros, sino el de marcha y gente jóven.
Elisa respondió que les podía llevar a los lugares más indicados. "Pero antes hemos de cenar", dijo Ramiro, "nos gustaría invitaros". Elisa y Malena  aceptaron. Nosotros dos, poniendo una excusa, nos retiramos, prefiriendo dejarlas solas con sus conquistas. Nos despedimos y salimos a la calle.
Nuestros pasos nos llevaron de nuevo al centro, por donde no cesaban de procesionar andas, con toda la balumba de encapuchados, antorchas, incienso, música, acólitos, monaguillos, capas pluviales, birretes, tricornios y mosquetes de la guardia civil, nazarenos cargados con cruces de madera, mujeres que andaban con dificultad tras las imágenes, cumpliendo una promesa... niños con globos o con la cara pringada de chocolate o nata, capillitas vestidos con ternos azul marino, fotógrafos, beatas, guiris asombrados, familias enteras, incluidos los abuelos, comiendo bocadillos sentados en las sillas de la carrera oficial. Había parejas de novios besándose en las esquinas de los callejones, monjas de permiso, soldados, guardias municipales, gente encopetada asomada a balcones ornados de colgaduras moradas o escarlata... mangantes, vendedores que voceaban tabaco, chucherías para los niños, garrapiñadas, refrescos, perritos calientes, postales, guías de la ciudad, claveles rojos de pasión para lucir en la chaqueta de los caballeros, en el pelo de las mujeres... Había pandillas de excitados quinceañeros, gente venida de los barrios periféricos de la ciudad o de los pueblos cercanos, madres entregando bocadillos a sus hijos que iban tapados en la procesión. Uniformes vistosos de las bandas de música de la policía municipal de gala, con sus cascos de acero brillante y su penacho de plumas blancas. Orgullosos cargos de las hermandades, luciendo las insignias de sus dignidades: hermanos mayores, priostes, secretarios, tesoreros, limosneros, diputados de tramo... Maestrantes de caballería, tocados con un bicornio, trajes negros y espadín; ediles en traje de chaqué, miembros de las órdenes de Santiago, Calatrava y Montesa, con capas blancas e insignias rojas. Tocados, bonetes, copetes emplumados; bicornios, capuces, tahalíes, condecoraciones, varas de mando, figuras alegóricas o alusivas a la Pasión: la Fe, con un cáliz en la mano y una venda de tul en los ojos; la Verónica portando el lienzo con el Santo Rostro impreso en él, el Ángel confortador del Olivar Santo, los Apóstoles con aureolas de cartón dorado, las Tres Marías, vestidas con túnicas y manteos rayados, como antiguas hebreas; la Muerte, representada como un esqueleto meditativo, sentado sobre la bola del mundo, con la guadaña caída a un lado, bajo la inscripción: "Mors Mortem Superavit", el dragón del pecado, con una manzana en la boca, retorciéndose bajo los pies del Arcángel, o de María o de algún otro santo... Derroche de flores: claveles rojos para los cristos, rosados o blancos para las vírgenes, alhelíes, rosas, azucenas, jazmines, raras orquídeas exquisitas, lirios morados, color de penitencia, gladiolos erectos, llenos de suave color...
Aromas de incienso, portado en las navetas y quemados en los incensarios por acólitos turiferarios... de cera quemada, de dulces y confituras, perfumes baratos, estruendosos, o ricos... puestos de fritangas, azúcar hilado, frutas de sartén, chocolate y churros, pasteles de crema, bombones y helados. Vinos finos, soleras, olorosos, mistelas, manzanillas de Sanlúcar, de pasas malagueñas, Sangre de Cristo, monjil. Licores para las damas: anisetes cristalinos, siropes, Benedictine, pacharán. De moras, de guindas, de grosellas, de avellanas, de un verde esmeraldino, violetas, granates, ambarinos, dorados que llevaban un trozo de luz de la tarde encerrado en la copa... dulzones, melosos, pringosos, instantáneos, secos, embriagantes, que producen laxitud, que sueltan la lengua y hacen chispear los ojos, que aturden, que enervan, que lo vuelven a uno sensual, discreto, lleno de wit, de esprit, de finesse, de charme, de agudeza, de fina ironía, de sarcasmo, de tristeza, de nostalgia, de deseo, de vehemencia...

La Masvida, XV.

Aquella noche volvimos a rular, aunque ya con menos marcha y menos dinero también. Fuimos al Patio, pero nos marchamos pronto; acusábamos los efectos de la borrachera de la noche anterior.
Acabamos la noche en la pensión del centro. Elisa y su novio, que habíamos encontrado en un bar del Patio, se metieron en una habitación con una gran cama de matrimonio. Nosotros tres (Luis, Malena y yo) en otra con dos camas que acercamos para estar juntos. Cuando llevaba un rato, después de la charla, la luz apagada y yo intentaba dormir, se oyó un grito desgarrador, proveniente de Malena. No sabía uno si tomárselo en serio o apuntarlo una vez más a la cuenta de la locura de esos dos chicos. La locura histriónica e histérica de Malena y la locura oscura y torturada de Luis. Pero el grito había tenido intensidad suficiente como para alarmarnos. Encendí la luz y ví a Luis sobre ella, sujetándole los brazos, cruzados sobre su cabeza, mientras apretaba los dientes en su yugular. Supuse que sería la despedida de Luis, tras haber escuchado lo que le había dicho esa tarde a su padre.
Malena consiguió liberarse del abrazo sádico de Luis y siguió gritando, ya más bajo, insultándolo y armando jaleo. Tuve que separarlos, terciar en las discusiones, los gritos, las recriminaciones... Mientras tanto, la dueña de la pensión se había alarmado también y llamaba a la puerta, preguntando qué pasaba. Hubo que gastar esfuerzo en convencerla de que todo había sido una pesadilla... alguien que no se encontraba del todo bien... ya había pasado todo... todo volvía a estar en orden. Se fue refunfuñando y a la mañana siguiente, muy temprano, nos echó a la calle con malos modos.

martes, 14 de junio de 2011

La Masvida, XIV.

Al día siguiente, acompñé a Luis a casa de sus viejos. Allí conocí a su padre, que era veterinario y trabajaba en una empresa. Me dió la mano, mirándome a los ojos. Luis me presentó como su mejor amigo. La madre, de la que Luis decía: "Es una adicta al Diazepam". Sus dos hermanas, menores que él, dos muchachas risueñas y amables. La madre me invitó a comer y comimos unos escalopes con verdura, amorosamente preparados. Luego charlamos un poco en el salón, con una copa de coñac que nos ofreció el padre. Me preguntó qué hacía. Le dije que me estaba preparando para encontrar un trabajo. También me habló, con cariñosas reconvenciones, de Luis, que callaba sin asentir. Pensaba que su hijo tenía vocación artística. Quería ser pintor, pero para ello había que prepararse, ir a la Facultad de Bellas Artes, estudiar, etc. Luis protestaba diciendo que no necesitaba para nada lo que enseñaban en Bellas Artes, que quería ser autodidacta y conservar su espontaneidad.
Salimos, después de despedirnos de la familia, a dar un paseo, Luis y yo, por un parque cercano. Me habló de sus deudos con una inevitable mezcla de cariño y rechazo. Quedamos en que la próxima semana, que se celebraba la Semana Santa, viajaríamos a las Calas de Riofrío, una playa de difícil acceso, entre farallones, con escondidas calas donde se practicaba el nudismo. Después, hablamos de amores. Luis le había dicho a su padre, muy serio:
"Papá, ya he dejado a Malena". Y el padre: "Muy bien, hijo, muy bien". A mí me dijo: "Andaba tras Malena, pero en realidad presintiendo a Carmen". Había puesto sus ojos en la pequeña y dura Carmen.

La Masvida, XIII.

Cuando acabamos de cenar, serían las doce, Elisa y Antonio decidieron ir a una pensión. Nosotros cuatro queríamos pasar toda la noche rulando y ver el amanecer en la orilla del río.
Vagamos por calles semidesiertas, donde se juntaban taciturnos grupos de personas. Caminábamos dentro de una burbuja que nos protegía. Ibamos o veníamos de la fiesta de nuestra juventud. La noche seguía al día y su don era casi excesivo, después de cargar, tan alegremente y con tanto dolor, con el saco de las imágenes diurnas. Las palabras no se acababan, la belleza seguía y el alcohol tampoco se acababa, aunque sí el dinero. Luis y Malena eran dos niños. El la asediaba, ella se escapaba. Malena decía terribles palabras, giraba, se hacía la loca, invitándonos a fluir con ella.
Yo veía a Luis, mientras ella, como una bailarina descoyuntada, hacía su pirueta en el borde del sarcasmo -los ojos entornados, la barbilla levantada, su mechón flotando sobre el giro del cuerpo-, entonando una salvaje cavatina, el aullido que le arrancaban sus desarreglos de matriz. Y Luis la tomaba por las muñecas, intentando oponer un sentido vertical a su delirio serpentino. Allí los veía yo a los dos, en el tablado de las aceras.
Luis jugando a retenerla y ella vertiéndose, como un líquido que el vaso de los brazos de él no podían contener. Y así es siempre la música del amor, un dúo que raras veces se acorda, cada uno cantando su melodía ensimismada, sin oír la del otro. Y luego, cuando el amor termina, la melodía muere y ya no se reencuentra y amanece uno en la soledad, intentando reconstruir el argumento, confundido por los ecos, pero ya se ha olvidado la música y la letra.
Carmen y yo, tras ellos, hablábamos de temas serios, intelectuales:
Carmen: "Lo importante es la lucidez... la literatura y el mal están indefectiblemente unidos. El ritual erótico es similar al del asesinato..."
Hablando de un filósofo actual: "Es un sofista, sólo un sofista".
Alzando dos dedos cruzados en los que sostiene un cigarrillo: "Vaya, vaya... la lucidez sobre todo". Su pequeño cráneo, florecido en una mata de cabello trigueño. Sus ojos, retraídos y punzantes a la vez. Pechos menudos, caderas estrechas, siempre enfundadas de negro...
Más adelante recalábamos junto al río y Carmen, con su vestido negro y su pequeño rostro, pálido y asombrado, fumaba cigarrillos, mirando silenciosa al agua.
Todos esperábamos un amanecer que nos salvara. Y estábamos en esa hora cercana al alba, cuando cuaja el agrio charol en la ciudad y se produce una fría exudación en las superficies del miedo. La inocencia envuelta en su capa y los encuentros del sexo ocasional recostando su huella sobre un desenrollado olvido...
Entretanto, Luis y Malena seguían su juego, su eterna contienda, rodando por el césped, afilando las palabras con las que construían la embriaguez de su relación.
Y resonaban en la mente los dichos de toda la noche. Palabras tintineando y estallando en el día del Juicio, invalidadas por los cantos de los ángeles.
Me asomé al río como a un Ganges de pecados, chapoteando con sus lotos y sus cadáveres. Todo lo real tiene el poder de sacarnos a nuestro viaje estratosférico. Planos de significados étalés sobre una superficie atormentada inhabitable y silenciosa.
Y en mi visión, proyectada en las fachadas dormidas de las casas que se reflejaban en el agua, asistí al desfasado noticiario angélico comentando la vida en la tierra. Lo traían las voces de los pájaros.
Los tristes pájaros se han congregado en el Desierto Central y las flores se estremecen estallando en los brazos de desolados niños con mocos que nadie puede limpiar.
Un solitario desierto de la noche y un pájaro encorvado y triste, llevando en su pico la moneda de la vida. Niños que preguntan en los suburbios por el parque de atracciones de la existencia y mi yo desolado chapoteando en una bañera grande como la tierra, incapaz de encontrar el retorcido cordón umbilical que me une a las estrellas. Pájaros posados en los alambres eléctricos que atraviesan los lóbulos del planeta, de polo a polo. Animales tranquilos después de su juicio. El deseo persistiendo, envuelto en delgadas láminas de estaño. Aullando como un pájaro y girando hacia el deagüe del mundo, como la sepiente dueña de los secretos del Paraíso.

sábado, 4 de junio de 2011

La Masvida, XII.

Entre la fila de taxis, Elisa encontró a su taxi-driver. El tipo era un curruco de ojos y boca alegres, contando manoseados billetes ganados con el trapicheo del haschisch y los ácidos, para el que el taxi le servía de pretexto. Elisa decía que era un esclavo, queriendo decir que tenía un jefe, que era el que poseía la licencia de varios coches y explotaba a los conductores. Elisa lo besó en la boca, le dió los ácidos y los talegos. El dijo que tenía que esperar, pues aquella noche esperaba hacer un buen negocio con unos tipos. "Esperadme en el Bourbon"-dijo.
En el Bourbon, estrecho como un cajón, estaban los rockabilly, bebiendo whisky, con sus fachas de navajeros años cincuenta, patillas largas, chupas de cuero, cinturones anchos con adornos metálicos...
Pedimos unos coñacs y desde la puerta pudimos ver cómo se acercaban a Antonio varios tipos con pinta de ejecutivos a comprar droga. El taxi-driver entró con ellos en el coche y sacó el tate. Los ejecutivos estuvieron mirándolo, oliéndolo y estirándolo, para convencerse de su calidad y, cuando llegaron a un acuerdo, el taxista pesó el tate con una balanza de precisión. Luego vino a reunírsenos con quince mil pesetas. "Os invito a cenar"- dijo.
Fuimos a la Gallega, una casa de comidas que estaba cerca de los jardines del Compás, donde solían comer los camioneros que aparcaban sus vehículos en la Plaza de la Estación.
"¿Qué queréis, paisaniños?"- nos dijo la dueña, una oronda mujer de mirada y manos maternales. En la barra algunos hombres tomaban orujo. Nos trajo la carta: lacón con grelos, cocidos y potajes, caldo gallego. Veíamos desfilar, con destino a los camioneros, fuentes humeantes, llenas de ragús olorosos, patatas con carne de ternera, costillas de cerdo, garbanzos, toda la sustanciosa y algo truculenta cocina gallega. Pedimos caldo y unas tortillas. Elisa se encontró en una mesa a Carla y Fany, dos travestis amigas. Nos sentamos con ellas, uniendo las mesas:
-Hola, chicas- dijo Elisa.
-Hola, cariño- se besaron.
-¿Qué hacéis después de comer?
-Ahora vamos al Patio- dijo Carla- al bar de Charlie, a vender algo de costo. Tenemos que buscarnos la vida y el Paseo de Hércules está imposible de chulos y drogotas navajeros... Allí no nos atrevemos a hacer la carrera. Esperamos que sea más tarde para ir a la zona de hoteles caros. Salen buenos partidos...-saltaba de un tema a otro-. Hemos cogido piso juntas. Fany no tiene miedo. Hace la carrera por la madrugada, parando coches en el Paseo del Duque, y se saca sus buenos talegos... Más adelante me quiero operar los pómulos y la barbilla, pero cuesta un pastón... Yo, si no me sale lo del cabaret de transformistas que me dijo Eduardo, tendré que seguir de camello o haciendo la carrera... Además, la ropa de tía vale un dineral; de día, con unos vaqueros y un jersey me arreglo, unos brochazos de maquillaje y la barra de labios y ya está... pero, de noche, si hay que ligar, necesito vestidos sexy, la bisutería y demás. También nos han hablado de ir a Milán, dicen que allí necesitan travestis para películas porno. Tú que eres medio italiana ¿Qué sabes de ello?...
-No sé, cariño -dijo Elisa-. Hce tiempo que salí de allí. Cuando me divorcié de mi marido, con la pasta que le saqué, me fui a Roma a un hotel de lujo y estuve viviendo a todo tren con Vannina, una travesti que conocí en Piazza Navona... luego, se nos acabó el dinero, pero seguimos en el hotel, hasta que un día nos largamos, tirando las maletas por la ventana. Fuimos a Brindisi, para coger el ferry a Grecia... Queríamos ir a Atenas. Estuvimos allí un año. Después, volví a Roma, a reclamar la custodia de la niña y, cuando la conseguí, se la llevé a la única madre que conozco: la mía (Ella decía: "El que busque en mí la madre, se llevará hostias"). Volví a Buenos Aires, hasta que ya no pude seguir allá, por la cosa de la política, ¿entendés? Me dije: "Voy a ver a mis parientes vascos y andaluces de España". Me vine a la Madre Patria, pero... he pasado de ver a la familia... Si la cosa se arregla allá, tal vez pida ayuda a mamá para volver y cuidar de mi hija. Pero ahora es imposible. Allí siguen matando y torturando, con la ayuda de la CIA. Ché, si me cogen allí, me queman la concha, como acá, cuando la Inquisición. Menuda mina estoy hecha...
Los travestis y Elisa siguieron la conversación, con grandes y amanerados gestos por parte de ellas. Los camioneros nos miraban. Carla se levantó para pedir algo y uno de ellos le dijo al pasar: "Qué, guapa, te vienes conmigo a Salamanca?"
Yo estaba entre la fascinación y la repulsión. Los travestis, con su prestigio casi sagrado, tan antiguo como el mundo. Sacerdotes de la diosa Cibeles, haciendo sonar el sistro, flagelándose y mutilándose, en honor de la Madre de las Fieras, guardianes del templo de lo femenino. Exquisitas bailarinas orientales, falsas damas del kabuki japonés, adolescentes recargados con el peso de los brocados y pelucas en el tablado isabelino, como el Valentín de los sonetos de Shakespeare: "Master, misstres of my heart..."
Yo entonces quería comprender también el crimen, la locura, los castrados, las cosas que más me repugnaban; olfateaba el aire del crimen, como Rimbaud visitando la celda del forzado, para templar su estremecida pureza en el fuego respirado por él, comprendiendo que un gran crimen, un crimen monstruoso, podía muy bien darse entre las condiciones de esa inhumana pureza, la virginidad del alma que ha anticipado en su desgarrador secreto todos los tormentos, todas las caricias y delirios, sacrificios y temuras. Pudor que en su exquisito aislamiento reconoce en la transgresión, lo más separado, también lo más cercano.

viernes, 3 de junio de 2011

La Masvida.

Cuando nos cansábamos de la decadencia, siempre podíamos sumergirnos en el cutrerío de abajo: los bares con la música roquera a toda marcha, los canutos rulando, el Bourbon y la Voll-Dam, y gente que te abordaba ofreciéndote toda clase de drogas: haschisch, kifi, coca, ácidos, caballo, ruedas de anfeta, Bustaid, Optalidon, Catovic, Dexedrina, Valium, Minilix, ampollas de Sosegón, opio cristalizado, láudano, beleño, peyote, mescal, semillas de belladona, yumbina, cantárida... cualquier cosa que colocara, drogara, emborrachara, alucinara, extasiara, zumbara, calmara, sedara, diera marcha, que ayudara a conseguir el punto, el bolillón, el colocón, el beat, el nirvana, el samadhi o el satori, la iluminación divina y la vibración de mil dínamos zumbadoras y aullantes en el cuerpo. Más el sexo como los ángeles, el espíritu de la tribu purificado, reconversión en general, caótico mogollón.
En aquellos antros reinaba entonces Lou Reed, cantando a la chica de Coney Island, empalagado de lívida poesía neoyorkina, con su instinto de cazador de reflejos en el De sueño Organizado; David Bowie y las arañas marcianas chupando en el corazón de cristal, la oscarwildeana ambigüedad; Elton John, la apoteosis del plástico en el gran escenario iluminado con descargas espasmódicas de testículos electrónicos: mira mis gafas, tienen la forma de la torre Eiffel, mis garras ortopédicas de plástico y mi pelo color naranja, hecho con cadenas polométricas de electrones venenosos; voy vestido con la piel de un leopardo, me masturbo en público con mi chirriante guitarra-pene fosfórico y, si me entregas tu alma, yo transformaré tu corazón en un reactor danzante de la Central Nuclear del Deseo, carrusel de las decapitadas muñecas de cartón de la feria del Prado de la Inmortalidad. Condenado, como Ixión, a verlas girar eternamente llevando el retazo anhelante de tu saturada identidad.
Entretanto, alrededor del espectáculo todo se derrumbaba; invisible, impalpable, subrepticiamente, las larvas de la descomposición horadaban la manzana podrida de la noche, se introducían furtivas en los cerebros durmientes y completaban su obra sin que el escenario cambiase, limpiamente, como la bomba de neutrones. Expansión invisible de la Conspiración Derrumba-Conciencias. La nube rosada de la Paranoia localizando lo Peor.

La Masvida, X.

El Patio era un antiguo convento, situado en la Puerta del Águila, ya donde la ciudad mira a la vega del río y a los cabezos que se alzan alineados a sus puertas, todos preñados de los tesoros antiguos que conservan y que salen a la luz de vez en cuando. También se alzaba allí la vieja estación de ferrocarril, de estilo morisco, con sus arcos de herradura, filas alternas de ladrillos rojos y ocres, llena de sabor regionalista años veinte. El convento, del que sólo se conservaba abierta al culto una pequeña capilla, había pasado por la desamortización a servir de cuartel, después fábrica y casa de vecinos y ahora había sido convertido en edificio de apartamentos y estudios de artistas. Casi toda la planta baja, con soportales alrededor de un amplio patio central, estaba ocupado por bares y pubes. Había una escalera por la que se subía a un desván en la tercera planta, donde estaba el bar de Clara.
Allí, siempre que podíamos, pedíamos champán y el resplandor helado y misterioso del jugo de bayas de enebro, que dicen que produce melancolía.
Clara y su marido, un gitano que cantaba en un grupo de rumbas, servían las bebidas y ponían la música. Mucho flamenco, un disco de Adaggios de conciertos barrocos y otras músicas raffnées, como las canciones de Edith Piaf y Jacques Brel y música swing de Ella Fitzgerald.
¿No habéis oído nunca un disco de swing de Ella Fitzgerald, con canciones de Cole Porter, mientras degustáis unos canutos bien cargados de marroquí o libanés, en un círculo de amigos? Imaginaos el pitillo que rula, el humo solapado que pasa a la sangre, enlenteciendo su corriente y asoma a la mirada con un poco de sueño. Y mientras, la voz aterciopelada de Ella, deslizándose por las notas con la morosidad de querubines negros asomando sus culitos por cúmulos de nubes, declarando I love Paris in springtime... contagiando de dejadez a toda la sección de metales. No hay más que fumar un porro y oír a Ella Fitzgerald para sentir el lento crujido interior de la decadencia que pasa pisando tallos otoñales...
El bar de Clara era un refugio de noctámbulos. A eso de las dos o tres de la madrugada, mientras en los bares de abajo se oía el estruendo de la morralla, las peleas de drogotas y borrachos, la marcha del rock ácido..., el desván acondicionado, con suelo y techo de madera, amueblado con piezas de anticuario y alfombras desgastadas, luces indirectas y ramos de flores en el mármol de las consolas, cerraba su puerta a los extraños y comenzaba entonces la fiesta flamenca. Corría el licor y la coca. Los gitanos sacaban sus guitarras y comenzaba, con desgarrados ayes y sonido de palmas, el ritual del cante y el baile.
Clara iba y venía entre las mesas, más fondona que nunca, con su peinado a lo garçon y su mejor sonrisa en aquel sitio que parecía el trastero del palacio de sus abuelos, marqueses arruinados de Salamanca. Diosa de la juerga en medio de la tribu calé, con su marido, gitano refinado: trajes de corte impecable, pelo engominado, corbata de fantasía y patillas largas de chispero.
En una de aquellas juergas, estando muy borracho, me había subido a una silla y peroraba desde ella, gesticulando y gritando, cuando se acerca a mí y me dice, con la respetuosa unción y la suave firmeza de un buttler inglés: "Comprendo que estás satisfaciendo tu necesidad de expresarte, pero ten en cuenta que el estilo Chippendale es frágil..."
Por allí apareció Carmen, vestida de negro, como una sombra Juliette Greco de caves rive gauche, aromada de perfume y existencialismo en gruesos tomos (fenomenológica reedición de la Vanitas, el viejo gusano moralista. Funeraria balada de seres premuerte... pero, en verdad, un intento serio de descripción antropológica, dura y realista y a pesar de todo, buscando una salida desde el dato, lo doné, aunque sea al limitado cielo de una conciencia intencional y problemática, el en-soi que se conoce como pour soi, escotilla al aire de la trascendencia en el cielo subterráneo del hombre sartriano...etc).
El existencialismo es un humanismo, perfumado de ginebra y melancolía solapada por trompetas de jazz, aunque su intento de definir al hombre no pueda salvar el movimiento transitivo, aunque quiera edificarlo en el suelo movedizo de una acción que tiene sus propias (y perversas) leyes y ahí deba dejar la palabra al viejo Marx...
Carmen, a quien la fragilidad protegía como el blindaje de una coraza, sabía llevarte con sus palabras, su panoplia de gestos (el movimiento serpentino de una mano que quedaba alzada, señalando una dirección improbable) y el fulgor desnudo de su mirada, al punto en que para retornar a tierra te veías obligado a suplicar la guía de su hilo de Ariadna. Cuando te dabas cuenta de que habías caído imperceptiblemente en su red sutilmente trazada, hacías cualquier cosa, como pedir martinis sin cesar, proponerte resistir más la próxima vez o pensar seriamente enjugar el juego laberíntico y descubrir en dónde amontonaba los huesos de los vencidos en esfíngicos asaltos. Pero entonces ella, suavemente, con un gesto de la mano, declinaba toda oferta. A lo sumo te permitía acompañarla por calles de asfalto recién regado y un ambiguo beso en el portal.