sábado, 18 de junio de 2011

La Masvida, XVII.

En fin, una multitud, municipal y espesa, exaltada hasta el cielo, hundida por el peso de la tragedia, adocenada, aborregada, aplastada, empujada, pisoteada, sobada... sudorosa, maloliente, ajados los maquillajes de los rostros femeninos, llena de cansancio, gritando, llamando, gesticulando, buscándose unos a otros entre la foule...
La noche iba llegando y los desfiles se retiraban, cesando. Poco a poco el centro se iba despejando. Luis y yo pudimos encontrar un café donde se podía hallar una mesa con tablero de mármol y unos asientos libres, donde se podía conversar sin verse obligado a hacerlo a gritos. Pedimos café y nuestra charla giró, inevitablemente, hacia el espectáculo que se ofrecía en las calles: las andas de doradas volutas barrocas, recargadas de flores, cirios, estatuas de madera tallada y estofada, varales de plata recién limpiada, que brillaban con un fulgor cortante, varales y bambalinas cargadas de bordados de tres altos, mantos de seda, coronas de oro, joyas, delicados pañuelos de batista en las manos de las dolorosas, retorcidas por el dolor, expresiones lívidas de los cristos moribundos, regueros de pintura color sangre, truculencia de los ojos nublados ante la proximidad de la muerte, paroxismo de la agonía... tratábamos de desentrañar su sentido profundo. Sobre todo, lo que cada uno pensaba sobre la religión, la educación judeocristiana, el Martirio, el Pecado, el Sufrimiento y la Culpa...
Luis: "En todas las religiones, el dios muere de éxtasis, de felicidad. Mira a Krishna, haciendo el amor a las pastoras, a los dioses griegos, enamorados de la belleza mortal...".
Yo: "No estoy de acuerdo. La Pasión, el Martirio, la Oblación del dios, se da en todas las religiones salvíficas. Esa tragedia de la muerte del dios es el núcleo mismo de lo religioso: ahí tienes a Dionisos, desgarrado por las Ménades, el martirio de Atis, el asesinato de Osiris, cuyas entrañas fueron depositadas en cuatro vasijas, esperando la resurrección, por su esposa, la diosa Isis, el dios mesopotámico Tammuz, que muere y resucita anualmente, lo mismo que Adonis o la Perséfone griega, que baja todas las estaciones al reino de Plutón, cesando, durante su estancia allí, toda la vida en la tierra... Mitra, sacrificado al toro que es él mismo, Brhama, desmembrándose para crear de sus partes desgarradas los diferentes seres, los distintos mundos, cielos e infiernos que forman el Universo...".
Así seguimos, pero no nos poníamos de acuerdo. Para Luis los dioses eran los athanatoi griegos, inmortales felices que vivían su inmortalidad como un continuo juego, ajeno por completo a responsabilidades, a toda idea de salvar a los hombres, cuyas vidas contemplaban como un espectáculo impresionante, en el que se mezclaban a veces, para inclinar la balanza de uno u otro lado, simplemente siguiendo su naturaleza lúdica de eternos jóvenes todopoderosos. De ahí la aparente irreverencia con que hablaban de ellos algunas veces los poetas y escritores, que sólo era una sana envidia de los Afortunados. Una pandilla de revoltosos y juerguistas inmortales...
Para mí, Cristo era el Bräutigam, el novio que se desposa con la Humanidad; también el Cordero sacrificial, cuya sangre lava el mal del mundo. Y, aunque no hubiese sido más que un humano, sus sacrificio, su voluntad de sacrificio y de redimir a los hombres, seguía siendo válida, seguía actuando en la Historia. Su destino se había cumplido, una puerta a la inocencia, a pesar de todos nuestros pecados, había sido abierta, lo mismo para creyentes que para escépticos.
Al asumir todo el sufrimiento humano y catapultarlo hacia una esperanza, había dado en cierto modo un sentido a ese sufrir.

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