miércoles, 22 de junio de 2011

La Masvida, XIX.

LLegó el miércoles Santo, el día que teníamos previsto viajar a las Calas. Luis y yo tomamos el tren a Cádiz en la pequeña estación blanca con ladrillos rojos. Un tren tranvía de pocos coches, pintado de azul con grandes letras amarillas. Y al salir de la ciudad por el lado sur, pasando el estadio de fútbol, vimos el bloque de pisos donde vivía Luis, un monstruo de ladrillo marrón con múltiples ojos acristalados, los hombros sumidos en un cielo pizarroso.
 En la euforia del partir, sorber horizontes y ver el mar, compadecíamos a las hormigas humanas que pululaban arrastrándose a los pies de sus grandes termiteros. Todas las vidas parecían en aquellos bloques amortajadas, encajonadas, yuxtapuestas por un designio ciego e insensible; voces invisibles saliendo de los tragaluces, escaleras de incendios que no libran de la asfixia cotidiana.
Fermentación y podredumbre, abono humano para la impasible, fantasmagórica flor de los cielos.
Tras uno de aquellos rectángulos de cristal ahumado, atrapados en su propio maleficio, Luis podía adivinar a sus fantasmas familiares: la sombra tantas veces ausente pero pesante del padre, inevitable escollo de todos los impulsos; la madre elegante y moderna, sus maquillajes y sus depresiones, la inercia de los orígenes. Las hermanas aún sumidas a medias en su sueño infantil, sus novios de verano y sus clases de equitación; la foto de su cuarto, hecha en el puente de Brooklyn con su amiga neoyorquina, durante su estancia en la summer school con que su padre premió sus veleidades maniaco-depresivas.
Aquel cuarto estéril, cama de sexo solitario, rabia culpable ante el círculo de ternuras envolventes, compulsiva salvación repetitiva, lo trasmitido amueblando el salón en medio del desierto, gran espacio desolado en que ruge la vida...
Los últimos aledaños de la ciudad, con sus barrios-dormitorio, sus desolados descampados, llenos de basura y vallas publicitarias, iban desfilando por la ventanilla del tren y empezaron a aparecer suaves extensiones onduladas, sembradas de girasoles, bajo un gran cielo pálido con nubes. De vez en cuando alguna cortijada blanca, entre un grupo de árboles, con animales pastando y palomas volando a su alrededor. Era una tierra que delataba su condición de antiguo lecho marino, blanqueada y afinada por la lengua de un remoto mar prehistórico, con arcaicos crustáceos y peces acorazados. La larga antena de una emisora de radio, sostenida por tensados cables de acero, lanzando mensajes sobre las cabezas de la gente. Cartelones que anunciaban productos, la silueta metálica de un toro, recortándose poderosa contra el cielo en una loma...
Luego, pasados algunos pueblos, aparecieron las viñas, extensiones de viñedos recortados y cuidados que cubrían todo hasta el horizonte, sobre una tierra de humus negro; grupos de olivos y manchas de pinares sobre alguna colina. El aire olía perfumado y campesino y traía como un presentimiento de mar.
El paisaje de la Baja Andalucía me hacía pensar en el de Grecia (donde nunca he estado): suaves colinas cubiertas de encinas y olivos, no demasiado fértiles ni amables, contrastando con un cielo azul pastel, puro y limpio, atravesado a veces por unas viajeras nubes. Y aquel suelo era el depósito de todos los misterios y todos los mitos, la tierra originaria de héroes y de dioses que se sucedían unos a otros como las generaciones humanas ante su mirada eterna e impasible. Era también tierno, campesino y familiar, con algo de temblor, de insinuación y caricia.
Al fondo, azules en la lejanía, aparecieron las montañas de la sierra de Cádiz y el tren pasaba bajo el torreón desmochado de algún viejo castillo fronterizo. Luego una gran llanura y allí estaba Jerez, destilando sus vinos. Vimos al pasar el barrio de Santiago, sus calles blancas, de casas humildes, pegadas a la tierra, donde vivían los gitanos y de donde habían salido los grandes del cante: las grandes viejas gitanas, matriarcas de la tribu, basculando en las fiestas sus anchas ancas, mientras azotan el aire con el borde de sus faldas, alzadas en airoso revuelo; pintadas y gibosas, y llenas de gracia.
Cerca del puerto apareció el mar: una estrecha lengua de agua refulgente, de un azul cargado, más intenso que ningún otro, con barcas de pesca y el tablero blanco de las salinas. Aparecieron las torres metálicas de la Carraca, la bahía y Cádiz al fondo, con sus miradores blancos y sus cúpulas doradas.
Allí tuvimos que cruzar el puerto para tomar el autobús a Vejer. Pasamos el tiempo de espera en el bar de la estación y en los jardines del Monumento a las Cortes, tomando cervezas.
El autobús nos llevó a Vejer a través de tierras de viñedo y colinas que se hacían más escarpadas a medida que nos acercábamos. Vejer está encaramada en la ceja de una de aquellas colinas, con un castillo en su cima y un mirador desde el que se veía una gran llanura verde y el mar al fondo.
Bajamos y empezamos a recorrer el pueblo, entrando en las tabernas a beber vino. Calles empedradas en cuesta y grandes casonas fortaleza, cubiertas por capas de cal, altas y con pequeños ventanucos negros. Viejas totalmente cubiertas de luto, con un velo tapándolas por completo de la cabeza a los pies.
Nos indicaron una pensión en uno de aquellos caserones, en una calle sombreada. Fuimos allá y llamamos a la puerta. Una mujer de edad indefinible, vestida de negro, congelada en la negrura de una vejez inmemorial, con telarañas de arrugas en la cara y las manos, nos hizo subir por un dédalo de pasillos con cal y techos oscuros de madera. Abrió una alta puerta, estrecha como un ataúd y nos introdujo en una especie de desván cerrado, con dos camas. Eran dos catres campesinos, cubiertos con colchas de lana de la sierra de Grazalema. Una jofaina en un rincón, un espejo y un raíl para las toallas. Y sobre la cama, un angelillo de cerámica con una pililla de agua bendita.
En un pasillo cercano había un chinero con platos de porcelana coloreada, licoreras y copas de cristal. Me llamó la atención sobre todo unas copas minúsculas para el anís, semiesféricas, de cristal tallado en puntas de diamante, de las que me llevé una como recuerdo. Por lo demás, el cuarto era sombrío, sin ventanas a la calle, pero había espacio suficiente, pues los tejados, blancos con vigas de madera negra, se perdían en la altura sobre nuestras cabezas.
Nos refrescamos en la jofaina y nos tumbamos un poco en los catres. Bromeamos riéndonos de la vieja y su tétrico aspecto, pero estábamos contentos de haber llegado. Seguimos bebiendo mistela que habíamos comprado en una taberna. Luis leía un libro de W. Benjamin que hablaba de sus experiencias con el haschisch en la habitación de un hotel de Marsella, allá por los años treinta. Haschisch, soledad, en una habitación de hotel perdida, un judío errante y marxista, huyendo de la descomposición de su mundo, de la guerra que se preparaba. Luis me contó todo aquello. Y pensamos en el misterio especial de los cuartos de hoteles y de pensiones sombrías y estrechas, como la nuestra.
La referencia impersonal de cuartos de pensión, cobijando a sus huéspedes en el limbo de un usable yo, el yo que se abre de aspiración paradisíaca al contacto chirriante de cuartos recién abandonados.
Trozos de identidad sorbidos por el azogue de desgastados espejos, inefables máculas en la porcelana de los lavabos. Cuartos de hotel, lugares para las despedidas y los inútiles, ilusorios reencuentros. Cobijo del prét-a porter del anonimato. Lirismo residual de los significados desgastados. Nana de gruñidos de los seres que transitan por los conductos de las tuberías. Anticipado sabor de uno mismo en la parábola de una ausencia.
Así estuvimos un tiempo, descansando mientras bebíamos. Luis sacó sus cajas de ceras y empezó a dibujar la habitación. Luego se hizo de noche. Salimos a la calle a cenar algo y pasear por el pueblo. La gente iba con sus vestidos de fiesta, mientras nuestro atuendo era el de dos viajeros: vaqueros, camisetas y calzado deportivo. Entramos en un mesón que estaba decorado como cuevas del Sacromonte, con las paredes cubiertas de yeso apelmazado y luces indirectas que salían de candiles arrimados a la pared. Pedimos unas salchichas y jarras grandes de cerveza. Cerca de nuestra mesa había un grupo de chicas que nos miraban, charlaban entre ellas y reían. Nos sentamos con el grupo, invitándolas a unas cañas y se inició una conversación caldeada por el alcohol y llena de grandes risas vergonzosas de ellas. Fue una noche agradable. Yo escuchaba con placer el acento de la tierra con que hablaban, el deje y las palabras desconocidas, suavemente arrastradas, un acento algo opaco, pero con toques de gracia y color.
A la mañana siguiente fuimos a un bar frente al pretil del mirador. Luis había olvidado que debía volver a un cuartel a marcar el paso y vestir de caqui, obedeciendo a estúpidos sargentos toscos, haciéndose mala sangre, enviciándose y tragando mierda durante un año.
Me decía: "Si nos amamos, que nuestro amor no sea mirarnos a los ojos uno al otro, sino mirar los dos en la misma dirección". Yo trataba de entenderlo, pero quería saber qué había detrás del cristal insondable de sus ojos. A veces lo veía pensativo. Pensando en Malena, quién sabe, o en Carmen.
Viernes Santo. El pueblo fermentaba en la luz, bajo la guardia del casillo roquero. Desde el pretil blanco se veía un mar de yerba en un ancho valle abierto, sembrado de girasoles. Todo estaba siendo lavado en la corriente del designio intrahistórico divino. Era bueno. El sol luciendo, pero nublado su rostro por una pátina de reverente asombro. El dios muriendo. ¿Qué decirle entonces a la salvaje exigencia del sexo en su cubil? Toda la tierra era un pan en oblación, triturado en el molino de la muerte. Silencio de cigarras y pequeñas casa blancas como costras parásitas pegadas al dorso de la tierra. Unos viejos (camisas blanqueadas en la artesa de los infinitos cuidados femeninos, cuerpo de callosidades, duras superficies térreas), paseando por la balconada, empapando su mirada en la extensión verde, una mirada tan asidua que era ya un ascua verde tierna, un trozo de tierra llamado por su objeto. El cuidado los había dejado secos y sarmentosos. Para arder en la hoguera de la invisible conflagración universal. El Cielo agradece los servicios prestados.
Sexo, muerte y destrucción. La rueda girando. Lo viejo cediendo el puesto, cansada y rencorosamente, a lo nuevo...

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