jueves, 2 de junio de 2011

La Masvida, VII.

En la bodega estaba Salva, el poeta, sentado a una mesa al fondo, donde enormes tinajas llenas de caldo se alzaban hasta el techo casi.
Felipe, el camarero, ayudante del viejo dueño del negocio, se subía a veces hasta la boca de una de ellas, le quitaba una especie de sombrerillo de paja que las cubría y llenaba, sacándolo con una caña, una botella de tinto. Todo allí olía a heces y posos de vino. Una familia de gatos se paseaba o dormitaba sobre el mostrador, bajo la luz lechosa del neón, o se encaramaba en los barriles. Era cosa de otros tiempos y ese era el aire trasnochado que nos atraía.
En un rincón, junto a las tinajas, había una claraboya en el techo. Por allí, en las mañanas, caía una luz densa, color de mistela, sobre las tapas de mármol de las mesas.
Salva, con su melena corta, la cara un poco hinchada de borracho, los ojos que se clavaban y huían... Un poeta algo mayor se sentaba a la mesa junto con Trini, la novia entonces de Salva. El viejo, Joselito Cáceres, un poeta aflamencado, con diente de oro y un puro en la boca, colorado del vino, decía: "Qué buena edad, la juventud... A esa edad se tiene todo el día el pito tieso". Se elevaban risotadas ruidosas. El viejo seguía: "He recorrido Europa entera. Hasta Rusia he llegado, bailando en la compañía de Antonio. Luego, cuando me retiré me dediqué a la poesía...". Quiso recitar sus versos en una tertulia de Madrid, pero no le prestaron atención.
-Y qué tal, ¿se te daban bien las extranjeras? -le espoleaba Salva.
-Uf, las extranjeras... Ya lo creo. Y hasta los extranjeros. Más de uno ha pasao por la piedra...
-A mí se me nota demasiado cuando describo al poeta que estoy leyendo en ese momento- decía un aprendiz de escritor-ahora me pasa con Alberti.
Luis, aunque no presumía de escritor, era más afrancesado en sus gustos. Su preferido era Rimbaud. Yo hablé de Luis Cernuda, el exquisito poeta sevillano, que había descubierto hacía poco. Elisa prefería a Borges y Cortázar. Malena pasaba de literatura.
Joselito Cáceres mezclaba la literatura con su tema preferido, el sexo: se puso a hablar de las teorías psicoanalíticas sobre arte, sublimación, etc...
-Renoir decía que pintaba con el pito- dijo Salva.
-Balzac: chaque femme avec qu'on couche est un roman qu'on n'ecrit pas- dijo alguien.
Malena sacó de su bolso negro, profundo y misterioso, una botella de coñac Torres Diez -que fue acogida con aplausos- envuelta en su papel amarillo, sin rasgar. Rápidamente, los ojos de González, el calvo adiposo, como un buda, posado junto a la caja, se dirigieron a Felipe, el camarero, para que fuera a investigar, pues estaba prohibido consumir bebidas de fuera. Eran las normas de la casa. Una antigua casa de bodegueros-cosecheros de Valdepeñas, establecida en la ciudad medio siglo antes por el viejo Claudio González, cuyo retrato presidía la taberna, sobre las tinajas del vino. Un respetable refugio de poetas alcohólicos y anarquistas de salón, de parejas y estudiantes con poco dinero, consagrada al negocio del vino aguado y la cecina de pescado que aumenta la sed... Felipe nos amonestó sobre la botella y la escondimos debajo de la mesa. Para disimular, pedimos otra botella de tinto y más vasos, que llenábamos de coñac bajo la mesa.
La cosa se puso peor cuando Malena sacó la cajita de hojalata donde guardaba lo necesario para hacer los porros: el haschisch, tabaco rubio, librillo de papel de arroz, etc... Vino primero Felipe, luego el dueño mismo, para invitarnos a hacer aquello en la calle... y pagar antes las consumiciones.
En la puerta de la bodega nos hicimos el canuto, mientras maldecíamos a aquellos miserables. Malena hizo uno y Elisa otro, pues éramos muchos. Se había acercado más gente. Y en aquel tiempo no se rechazaba nunca al que venía a dar una fumada al canuto.
Malena no admitía reproches sobre su forma de vida. Parecía haber asumido el carácter de ese personaje de Gide que decía ser un "être d'inconsequence" Pero las consecuencias parecían correr detrás de ella y su vida era una loca carrera para escapar de la premeditación. Su descoyuntado personaje se movía por resortes, sesgada en aristas y, en el momento de la tensión, saltaba como una gata al empíreo banal de lo irremediablemente absurdo. Ponía los ojos en blanco, movía la cabeza y después miraba a Andrés:"¿Verdad, Andrés?, y todo podía seguir, presupuesto el entendimiento de los dos en un plano especial de la locura.
Andrés cumplía puntualmente, como una obligación, el ritual de emborracharse todas las noches en Casa González. Cuando había llegado al punto sólo hablaba en francés, y los cigarrillos caían de sus dedos como si tuvieran vida. El los miraba en el suelo y a veces los despedía diciendo: "Adiós". Sus manos eran alargadas, adornada la derecha con un anillo con un gran ópalo negro, una piedra de suntuosidad casi episcopal.

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