miércoles, 15 de junio de 2011

La Masvida, XVI.

LLegó la Semana Santa, con la ciudad llena de nativos y turistas. Fiesta Mayor en el ambiente. Por todas partes la primavera había abierto los botones del azahar que empapaban el aire con su olor. Comenzaban a salir las procesiones. Brillos de plata y reverberación de cirios encendidos... clarines imperiosos, obsesivos redobles enervantes. Belleza primitiva y refinada a un tiempo. Iluminada por hachones, llegó una noche de lapislázuli, de caramelo líquido, de terciopelo azul, adensándose en capas cada vez más secretas, más ricas y misteriosas. Y navegando por ella, las enormes andas de dorados barrocos, llevando los rostros lívidos de los cristos, la exquisitez cerúlea de las vírgenes dolorosas, en sus fanales de luz y plata...
Los grupos de hippies y demás morralla, que huía de las procesiones, no sabía dónde meterse. Se les encontraba en rincones oscuros compartiendo litronas y canutos, oyendo sin querer la música de las marchas procesionales, huyendo del paso de una cofradía, de la multitud de curiosos, devotos, encapuchados, capillitas...
Nosotros, que también huíamos de las procesiones, encontrábamos nuestros lugares habituales de reunión raramente transformados, convertidos en puestos de bocadillos y latas de cerveza o refresco. Casa González estaba llena de una multitud compuesta por familias enteras, que lo ocupaban todo. Los camareros no daban abasto a atender los gritos de los que se sentaban en las mesas y los que pedían desde la calle salchichas, bocadillos, bebidas... Nos fuimos de allí, intentando retirarnos del centro a un barrio periférico y tranquilo. Ibamos a dirigirnos a la Merced, cuando nos encontramos con Elisa acompañada de Malena. Ella no parecía afectada por la invasión de las calles céntricas por donde siempre rulaba, comiendo, cuando comía, de pie, en los bares cutres de la Plaza del Rey y vendiendo droga por los jardines. Cuando la vimos estaba de bronca con unos encapuchados que iban a participar en un desfile religioso: "Fuera -les estaba gritando- , a la mierda, inquisidores. Tenéis moviola negra... el Ku-Kux-Klan... la triple A".
Estábamos, pues, en Domingo de Ramos, con la calle atestada de una muchedumbre festiva, a pesar de la tragedia que se exhibía públicamente: la tortura y la muerte sobre alfombras de claveles y doradas volutas. Luis leyó un poema que había compuesto sobre el tema de la Semana Santa. Decía así:
Por el aire de marzo
la golondrina vuelve
rozando en el cristal.
¿Cuándo será como la golondrina?
Mira en la reiteración
del tiempo, cómo lo sensible
recubre el misterio, llevándolo
a los ojos...
Sientes el esfuerzo humano
en todas las edades
ineficaz para el encuentro
con los dioses.
Su obrar es distanciarse
y su huella en este mundo,
es la huella espermática
de una unión más allá de lo sensible.
El fluir del canto
como encantamiento
acaso logre que un ángel,
desviado por su naturaleza, a medias
orientada hacia lo terrenal,
se haga presente
y con el borde de sus alas
destruya una garganta.
Lo más fuerte, con culpa invocado,
sólo en su ausencia es adorable.
En cambio el derroche
de lo terrenal, su suma
persiguiendo el sentido,
se ofrece como espejo
donde un dios pueda mirarse.
En el envés de esa luz el humano
puede arder y entrar más tranquilo
a la sombra, su naturaleza
profunda.
Me gustó el poema, a pesar de su retórica, y así se lo dije. Malena había robado algo de ropa en unos grandes almacenes y fuimos a mi casa para que pudieran cambiarse y tomar una ducha. Allí, mientras comíamos algo, nos contaron el plan que habían ideado: consistía en entrar de rondón en los grandes hoteles, llenos de turistas con pasta y afanar lo que pudieran, o bien, ligarse a unos ejecutivos y sacarles el dinero. Nosotros le hablamos de nuestro proyecto de ir, a partir del miércoles, a las Calas, pero, aunque las invitamos, no quisieron sumarse a él.
-¿Dónde te quedas?- le pregunté a Elisa.
-En ningún sitio, ché. Tengo todas las maletas en consigna. La patrona me echó ayer a la calle. Estaba harta de oírme decir que me iba a llegar dinero de mi marido en Italia.
Ella contaba que en Milán se había casado con un periodista italiano y allí era la señora de Santini. Hasta tenía pasaporte italiano.
Después de cenar con el arroz argentino que nos había preparado Elisa, regado con un rioja de color sangre de toro, como nos divertía la idea de verlas actuar en los hoteles, decidimos acompañarlas al Hotel Descubrimiento, donde tenían pensado poner en práctica su plan.
Cuando llegamos allá, Elisa entró sin embarazo en el hotel de lujo. Con su aire de guiri, su desenvoltura y su acento porteño o italiano, según quisiera. LLegamos al vestíbulo, alfombrado de rojo y nos acercamos a recepción. El portero galonado no nos miró siquiera. Queríamos tomar un ascensor, pero el recepcionista debió reparar en el grupo que formábamos: Elisa, alta y ososa, con el pelo corto, como un hombre. Malena despeinada, con sus skipis (unas sandalias de plástico fosforescente) y su insondable bolso de ante negro ajado, parecido al de una vieja... Luis y yo, con pinta de estudiantes, o jovenzuelos atolondrados, o algo así, supongo... "¿Qué desean los señores?", nos preguntó cortésmente. Elisa, con su mejor acento internacional: "Soy la señora Santini", y le enseña el pasaporte italiano, "me espera mamá, que ha llegado de Buenos Aires en el vuelo de la mañana. Se llama Gladis Zabaleta...". Siguió dando nombres, fechas, detalles, apabullando tanto al pobre empleado que éste se rindió, diciendo:"Pasen, pasen"...
En aquel momento Elisa, me pareció, imitaba el estilo de la clase alta porteña, de la clase criolla, con raíces vascas, bien aseguradas en la Madre Patria, con un toque anglófilo, bien alejada del tango y el lunfardo de la Calle Corrientes. Los estancieros de la Pampa, con sus enormes rebaños de vacas y sus esclavos gauchos, sus institutrices irlandesas católicas y sus conspiraciones políticas urdidas en los salones de algún exclusivo club de hípica...
Cuando se cerró la puerta del ascensor nos echamos a reir. Correteando por los pasillos del hotel, alfombrados de rojo, vimos un carrito de servicio que parecía abandonado. Elisa y Malena se apoderaron de las toallas que había en él. Si nos encontrábamos con una camarera o un botones, Elisa adoptaba enseguida el aire de turista perdida por los pasillos, se dirigía a ellos y le preguntaba el número de la habitación. Entraron al servicio. Luis y yo les esperaríamos en el bar de la planta baja.
Entramos al lugar y pedimos unos coñacs con hielo mientras mirábamos los grupos que se repatingaban en los sillones de cuero negro: jubilados nórdicos, rebaños de japoneses, grandes yankis de nuca rapada dura y camisa gruesa de cuadros... Al rato se presentaron las dos ratas de hotel, frescas y risueñas, con aspecto renovado, duchadas y perfumadas. Habían mangado toallas, peines, perfumes. Pidieron unas bebidas y estábamos charlando y riendo cuando Elisa vió cómo entraban al bar dos tipos con attachées en la mano y pinta de ejecutivos. Se sentaron en una mesita no muy alejada de la nuestra y pidieron unos martinis. Elisa cambió una mirada de complicidad con Malena y, dirigiéndose a nosotros, nos dijo: "Esto es lo que estábamos buscando: dos tipos jóvenes, con dinero y ganas de ligar. Ya veréis...".
Empezó entonces un juego de miradas, de gestos y de poses para atraer la atención de las dos víctimas que, al cabo, dieron resultado. Comenzaron a corresponder a las miradas y sonrisas. Uno de ellos levantó la copa, como para un brindis, mirando a Elisa mientras sonreía,
En resumen, al cabo de unos minutos vinieron los dos a sentarse en nuestra mesa. Se inició la conversación con las presentaciones: Ramiro y Juan Carlos, madrileños, en viaje de negocios por Andalucía. Elisa se presentó como periodista y Malena como estudiante, al igual que nosotros dos.
De los dos tipos, Ramiro, el que parecía el más joven, era el más hablador y el más lanzado. Se dirigía sobre todo a Elisa, aunque también, por cortesía, nos hablara al resto. Nos preguntaron si conocíamos la ciudad, especialmente el ambiente nocturno, pero no el de hoteles y sitios caros, sino el de marcha y gente jóven.
Elisa respondió que les podía llevar a los lugares más indicados. "Pero antes hemos de cenar", dijo Ramiro, "nos gustaría invitaros". Elisa y Malena  aceptaron. Nosotros dos, poniendo una excusa, nos retiramos, prefiriendo dejarlas solas con sus conquistas. Nos despedimos y salimos a la calle.
Nuestros pasos nos llevaron de nuevo al centro, por donde no cesaban de procesionar andas, con toda la balumba de encapuchados, antorchas, incienso, música, acólitos, monaguillos, capas pluviales, birretes, tricornios y mosquetes de la guardia civil, nazarenos cargados con cruces de madera, mujeres que andaban con dificultad tras las imágenes, cumpliendo una promesa... niños con globos o con la cara pringada de chocolate o nata, capillitas vestidos con ternos azul marino, fotógrafos, beatas, guiris asombrados, familias enteras, incluidos los abuelos, comiendo bocadillos sentados en las sillas de la carrera oficial. Había parejas de novios besándose en las esquinas de los callejones, monjas de permiso, soldados, guardias municipales, gente encopetada asomada a balcones ornados de colgaduras moradas o escarlata... mangantes, vendedores que voceaban tabaco, chucherías para los niños, garrapiñadas, refrescos, perritos calientes, postales, guías de la ciudad, claveles rojos de pasión para lucir en la chaqueta de los caballeros, en el pelo de las mujeres... Había pandillas de excitados quinceañeros, gente venida de los barrios periféricos de la ciudad o de los pueblos cercanos, madres entregando bocadillos a sus hijos que iban tapados en la procesión. Uniformes vistosos de las bandas de música de la policía municipal de gala, con sus cascos de acero brillante y su penacho de plumas blancas. Orgullosos cargos de las hermandades, luciendo las insignias de sus dignidades: hermanos mayores, priostes, secretarios, tesoreros, limosneros, diputados de tramo... Maestrantes de caballería, tocados con un bicornio, trajes negros y espadín; ediles en traje de chaqué, miembros de las órdenes de Santiago, Calatrava y Montesa, con capas blancas e insignias rojas. Tocados, bonetes, copetes emplumados; bicornios, capuces, tahalíes, condecoraciones, varas de mando, figuras alegóricas o alusivas a la Pasión: la Fe, con un cáliz en la mano y una venda de tul en los ojos; la Verónica portando el lienzo con el Santo Rostro impreso en él, el Ángel confortador del Olivar Santo, los Apóstoles con aureolas de cartón dorado, las Tres Marías, vestidas con túnicas y manteos rayados, como antiguas hebreas; la Muerte, representada como un esqueleto meditativo, sentado sobre la bola del mundo, con la guadaña caída a un lado, bajo la inscripción: "Mors Mortem Superavit", el dragón del pecado, con una manzana en la boca, retorciéndose bajo los pies del Arcángel, o de María o de algún otro santo... Derroche de flores: claveles rojos para los cristos, rosados o blancos para las vírgenes, alhelíes, rosas, azucenas, jazmines, raras orquídeas exquisitas, lirios morados, color de penitencia, gladiolos erectos, llenos de suave color...
Aromas de incienso, portado en las navetas y quemados en los incensarios por acólitos turiferarios... de cera quemada, de dulces y confituras, perfumes baratos, estruendosos, o ricos... puestos de fritangas, azúcar hilado, frutas de sartén, chocolate y churros, pasteles de crema, bombones y helados. Vinos finos, soleras, olorosos, mistelas, manzanillas de Sanlúcar, de pasas malagueñas, Sangre de Cristo, monjil. Licores para las damas: anisetes cristalinos, siropes, Benedictine, pacharán. De moras, de guindas, de grosellas, de avellanas, de un verde esmeraldino, violetas, granates, ambarinos, dorados que llevaban un trozo de luz de la tarde encerrado en la copa... dulzones, melosos, pringosos, instantáneos, secos, embriagantes, que producen laxitud, que sueltan la lengua y hacen chispear los ojos, que aturden, que enervan, que lo vuelven a uno sensual, discreto, lleno de wit, de esprit, de finesse, de charme, de agudeza, de fina ironía, de sarcasmo, de tristeza, de nostalgia, de deseo, de vehemencia...

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