lunes, 11 de julio de 2011

La Masvida, XXIV.

Luis iba por comida a casa de sus padres y volvía con bolsas cargadas de latas y siempre alguna botella de licor o de Rioja. Los padres habían aceptado aquella situación, el hecho de que viviera conmigo suponiendo, como Luis les había asegurado, que era lo mejor para su estado psíquico no convivir con su familia.
Mi hermano había huido a casa de un amigo y el piso estaba sucio, atestado de restos, las camas en desorden, sus pinturas ocupando la mesa del comedor y estaba como electrizado de una atmósfera cada vez más amarilla, como nosotros la queríamos, hecha de consumación y futuro volatilizado ante el atónito papel de las paredes. Esperábamos que el destino pasara sobre nuestras cabezas y dejara caer en ellas su cagada de palomas, el excremento que haría germinar mágicamente nuestros embotados cerebros. Mientras tanto, seguíamos torciendo el hilo descoyuntado de nuestro nuevo amor, cada vez más hecho de sexo y la tenue neblina de las palabras puntuando sin cesar los irremediables desvíos.
Su cuerpo, que era para mí la antena de los fluyentes deseos entre el cielo y la tierra, al hacérseme más familiar, iba liberando su terrestre destino ante el mío, entre suaves espasmos, cuando sus ojos giraban por el aire del cuarto, buscando al gran pájaro algodonoso que acunaría su alma entre las plumas del pecho hasta el encuentro con la dulce muerte. Conocía ya el secreto de la trabazón de una articulación, la previsible onda que recorría su vientre y el ascender del pecho, dulcemente rendido de oceánica infinitud. ¿Qué decir, aparte la retórica? Disponibilidad sabia. Todo consumado entre la fruición y la vergüenza. Y eran sólo momentos.
Cómo era Luis: no muy alto, robusto. En su rostro redondo destacaban sus grandes ojos negros, llenos de luces súbitas, la nariz recta y grande, los labios gruesos. Sobre él, el desorden de sus cabellos negros rizados. Su cuerpo se expresaba con impensables flexiones, abandonando a veces una mano o una pierna, contradiciendo la solidez de su tronco y de su cabeza. La tranquilidad y el arrebato esparcidos por el mapa de sus articulaciones florecientes. El agua quieta y sombría de su mirada a veces daba la impresión de celar un secreto banal, si no fuera por el asomo de dolor que también la removía. Recuerdo especialmente sus manos, grandes y huesudas y el gesto que tenía en ocasiones, alzando la derecha para aseverar algo, mostrándola de perfil a la altura de los ojos, que miraban con intensidad, mientras sus labios se proyectaban con fuerza, como para subrayar las palabras.
Sus frases-muletilla: "Es un chollo, tío, un chollo, ¡Qué desastre...!", el gesto con que sumía la nuca en el cuello alzado de la chaqueta, como inhibiéndose de algo. La tersura de sus labios al reír, sus dientes perfectos. El metal claro de su voz de niño, alterado por la vibración oscura de la masculinidad.
Andaba a grandes zancadas, firmes, con el tronco erecto y como desatendido del movimiento de las piernas; se derrumbaba en un sillón, desparramándose, en abandono, echando atrás la cabeza, dejando ver su nuez prominente, abandonando sus extremidades que parecían tomar una vida propia, non chalante y ajena a él. Se retorcía por la alfombra como un chiquillo, como expresando en un baile caído lo que sus palabras no lograban. Ocultaba la cara en el suelo, removía los hombros y caderas, serpenteando, con las manos plegadas bajo su vientre y, cuando acababa aquel movimiento, alzaba el rostro y me lanzaba una mirada en busca de comprensión.
LLegó el verano quemante y se instaló el desamor. ¿Qué decir sobre el sexo sin amor, de las desesperaciones de verano, que fluyen como un magma caliente y lechoso, dispuesto a borrar la creación, caída en una laguna tibia y fétida? El ardor que lleva al padre de familia al crimen, al preso a abrirse las venas en su celda. Todo lo que está fuera del alcance de los amantes, que tienen su infierno particular: el monstruoso amor de gestos finitos y deseo ilimitado...
Todo esto es para decir que otro verano había llegado (a Luis le habían concedido una prórroga de permiso en el ejército), y con él todas las maldiciones en una ciudad sureña, caldeada por el siroco que viene de África. En una ciudad y un clima así, los preceptos morales quedan en sordina, lo fisiológico oscilando entre la exaltación y el muermo. El ardor, que se te pegaba a la carne, como una fiebre, se correspondía con un ansia de lo sensual, pero esta sensualidad era excesiva, llevaba marcado al rojo el sello de lo apegado a la tierra y su inconstancia: la flor que nos atrae con su olor y su ropaje, sólo espera al insecto que haga posible su fecundación. El calor todo lo convertía en ciénaga y miasma. Del suelo, de las fachadas, brotaba una reverberación, como un gas sutil que estrangulaba y asfixiaba. Dolían los colores exaltados en la retina, sofocaba el asfalto, de un negro aún más funeral, y pesaba hasta lo indecible un cielo como una cúpula de cobre pintada de azul añil sin una nube, ostentando en su clave el ojo diabólico del Sol, que delataba toda arista y toda sombra, inmisericorde.
Luis y yo seguíamos nuestras vidas, que se combaban penosamente hacia el desamor y el olvido...
A veces jugábamos a hacernos daño. Una palabra repetida sobre los acontecimientos de la jornada era usada como arma entre nosotros, repetida una y otra vez, hasta que detonaba con su fuerza explosiva. Nuestras prácticas sexuales nos envilecían cada vez más. "Deshumanizarme es mi tendencia profunda", ha dicho Genet, o esa era al menos nuestra voluntad. "Nostalgie de la boue"... Pensábamos en el artista monstruoso cuyo arte es una giba orgullosamente paseada entre los omóplatos.
Un día, al volver al apartamento, vi sobre la mesa una hermosa copa de cristal tallado, llena de vino y una botella de Rioja casi entera a su lado. Había una nota que decía: "Bébetela a mi salud. Volveré luego. Hoy es mi cumpleaños. Luis". A la noche, cuando regresó, me dijo que había puesto en el vino un afrodisíaco para animales. Aunque yo no me notaba nada especial, su gesto me irritó. En la cama, no quise hacer el amor. La atmósfera se fue cargando de reproches mientras discutíamos y, en un momento, Luis acercó a mi antebrazo la punta encendida del cigarrillo que estaba fumando. Yo lo resistí sin decir nada ni hacer ningún movimiento. La quemadura apareció, roja y reluciente. Su marca me dura aún.
Entre nosotros se establecían pueriles competiciones por beber más que el otro. Una tarde, en medio de una paranoica conversación, vaciábamos botellas pequeñas de Anís del Mono, que comprábamos en la taberna de enfrente. Cuando la acabábamos, salíamos por otra, ante la sorpresa del dueño que, a la cuarta, se atrevió a preguntar: "Pero, ¿Ya ha caído la anterior?".
Otra vez, tras una discusión, como vivíamos cerca del barrio de las prostitutas (yo había dejado mi barrio de conventos y casas ruinosas y había alquilado un pequeñísimo apartamento en la calle de la Sal), aunque la calle estaba discretamente apartada del tráfico humano, Luis salió dando un portazo y a la media hora volvió con un marinero de uniforme blanco, con la idea de que se acostara con los dos. Me negué a hacerlo, pues sabía que lo había traído por despecho y, dado lo pequeño del piso, no pudieron hacerlo ellos dos, aunque se revolcaron un rato por la cama. Pero mi presencia les molestaba. Yo me había negado a irme a la cocina, el único lugar desde donde no se veía la enorme cama de matrimonio con molduras blancas que nos había regalado una amiga y que ocupaba ella sola casi todo el dormitorio. Otra vez fui yo el que, como llamaran a la ventana de noche unos amigos de Malena, salí con una bata blanca y les pedí que se fueran porque estaba con una chica: "Lo comprendéis, ¿no?", les guiñé. Al enterarse Luis, saltó de la cama desnudo, tapándose con una sábana, para mostrarse y dejarme en evidencia.
Una tarde que me había abandonado, me fui cerca del Patio y lloré mi desconsuelo entre los hierros retorcidos de una vieja estación de ferrocarril. Desde el Patio me llegaba el canto plañidero de una gitana: "El anillo que me diste, ay, lo tuve puesto tres días: sábado, domingo y lunes, ay".
Con estruendo de hierros trenes negros pasaban en la noche junto al río y la noche tenía un sabor metálico, a orín y a cosa perdida. El olor del río era como el del amor corrompiéndose. En el Patio y en el bar de Clara la gente seguía...
Cuando me hube serenado un poco, miré hacia arriba, pero estaba nublado, no se veían estrellas. Oía el fragor de los trenes-tranvía y se me metió en la boca un sabor metálico, a hierro mohoso, oxidado, a clavos punzantes, a grasa y a cristales rotos... Veía como una niebla y detrás de esa niebla estaba yo, con mis ansias y mi tormento, mi amor y mis celos, mi infierno propio y mi aspiración o remembranza infantil del paraíso. Pero no podía llegar a mí a través de la calina, blanquecina y suntuosa. Sentí que un destino ciego tiraba de los hilos de mi vida, haciéndome mover como una cristobita. La impotencia era mi espejo, la rabia contenida mi manto de negrura. Odié. No sabía a quién...
Luego pensé: "Tengo que dejar a Luis. Ya hemos avanzado bastante en el declive de la auto destrucción. Pero no sé cómo... cómo empezaría una vida sin él. Estoy demasiado hecho a sus gestos, demasiado acostumbrado a sus palabras y a su cuerpo... ¿Y él? ¿Qué querrá? ¿Me quiere? ¿Es esta forma de ser conmigo su atormentada manera de quererme?... Debo rehacerme, reestructurarme, volver a componerme, piedra por piedra, desarraigando hábitos antiguos. Me cansa ya jugar al poeta maudit. No soy Rimbaud, ni Verlaine. No tengo su genio y, aunque parece que he vendido mi alma al diablo, éste no cumple el pacto... ¿Debo volverme a Dios? Si un Dios existiera... ¿Me otorgaría el perdón y la salvación que he buscado abajo, en lo subterráneo, en la caridad de un amor negro y maldito? No lo sé...".

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