domingo, 29 de mayo de 2011

Padre e hijo.

Siddharta entró en la habitación donde se encontraba su padre sentedo encima de una estera de esparto; se colocó tras él y aguardó hasta que se diera cuenta de que alguien se hallaba a sus espaldas.
El brahmán preguntó:
-¿Eres tú, Siddharta? Pues manifiesta lo que has venido a decirme.
Empezó Siddharta:
-Con tu permiso, padre. He venido a comunicarte que deseo abandonar mañana tu casa para irme con los ascetas. Mi deseo es convertirme en un samana. Espero que mi padre no se oponga.
El brahmán quedó en silencio y permaneció así tanto tiempo que, por la pequeña ventana, pasaron las estrellas y cambiaron su figura antes de que se rompiera el silencio de aquella habitación. Callado y sin moverse se hallaba el hijo, con los brazos cruzados; callado y sin moverse el padre seguía sentado sobre la estera. Y las estrellas pasaban por el cielo. Entonces declaró el padre:
-No es conveniente que un brahmán pronuncie palabras violentas y furiosas. Pero la indignación estremece mi alma. No quiero oír de tu boca este deseo por segunda vez.
Lentamente se levantó el brahmán. Siddharta continuaba callado, con los brazos cruzados.
-¿Qué esperas?- preguntó el padre.
Siddharta contestó:
-Tú ya sabes.
Buscó su cama y se tendió lleno de ira.
Después de una hora, el sueño no había conseguido cerrarle los ojos, se levantó el brahmán, paseó de un lado a otro y por fin salió de la casa. A través de la pequeña ventana de la habitación miró hacia el interior y vió a Siddharta en el mismo sitio, con los brazos cruzados. Pálido, con su clara túnica reluciente. El padre regresó a su lecho con el corazón intranquilo.
Después de una hora sin conseguir conciliar el sueño, se levantó otra vez, paseó de un lado a otro, salió de la casa y observó que la luna había salido. A través de la ventana de la alcoba contempló el interior; y allí se encontraba Siddharta sin haberse movido, con los brazos cruzados, con la luz de la luna reflejándose en sus desnudas piernas. Con el corazón abrumado, regresó a su cama.
Y volvió después de una hora, de dos horas; miró a través de la pequeña ventana y vió a Siddharta a la luz de la luna, de las estrellas, en la oscuridad. Y lo repitió a cada hora, en silencio; miraba hacia la alcoba y veía que Siddharta no se movía. Su corazón se llenó de ira, se colmó de intranquilidad, se saturó de miedo, se nutrió de pena.
Y en la última hora de la noche, antes de que empezara el día, regresó; entró en el cuarto y observó al joven, que le pareció más alto, como un extraño.
-Siddharta -invocó-. ¿Qué esperas?
-Tú ya sabes.
-¿Te quedarás siempre así y aguardarás hasta que se haga de día, hasta el mediodía, hasta la noche?
-Me quedaré así y esperaré.
-Te cansarás, Siddharta.
-Me cansaré.
-Te dormirás, Siddharta.
-No me dormiré.
-Te morirás, Siddharta.
-Me moriré.
-¿Y prefieres morir antes que obedecer a tu padre?
-Siddharta siempre ha obedecido a su padre.
-Así, pues, ¿deseas abandonar tu idea?
-Siddharta hará lo que su padre le diga.
La primera luz entró en la habitación. El brahmán vio que las rodillas de Siddharta temblaban. Sin embargo, en el rostro de su hijo no vio ninguna duda, sus ojos miraban hacia muy lejos. Entonces el padre se dió cuenta de que Siddharta ya desde ahora no se hallaba a su lado, en su tierra. Ahora ya le había abandonado.
-Irás al bosque -dijo-, y serás un samana. Si encuentras la bienaventuranza en el bosque, regresa y enséñamela. Si hallas el desengaño, vuelve y de nuevo sacrificaremos juntos a los dioses. Ahora ve, besa a tu madre y dile adonde vas. Ya es mi hora de ir al río, a efectuar la primera ablución.
Retiró la mano del hombro de su hijo y salió.
                                                   Hermann Hesse, Siddharta.

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